La gastronomía belga: sabores con historia en el corazón de Europa

Recorrer Bélgica con el estómago por guía es una de las formas más placenteras de entender su historia, su gente y su diversidad.

Paco Doblas Gálvez
9 de mayo de 2025
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Índice

Una cocina construida entre imperios, mercaderes y callejones adoquinados

Cuando hablamos de gastronomía belga, es fácil caer en el tríptico de siempre: chocolate, cerveza y patatas fritas. Pero eso sería como resumir una sinfonía en tres notas. La cocina belga es el reflejo de un país pequeño en geografía, pero gigante en influencias. Durante siglos, Bélgica ha sido punto de encuentro, conquista y comercio entre potencias: romanos, franceses, españoles, neerlandeses… cada uno dejando su huella en la mesa.

Ya en la Edad Media, las ciudades flamencas como Brujas y Gante se destacaban como centros comerciales que atraían especias y productos de todo el mundo conocido. La cocina se sofisticaba en los hogares nobles mientras, en las tabernas, la cerveza era tan común como el pan. Literalmente. Porque no se bebía agua: se bebía cerveza.  

¿El motivo? Bélgica es húmeda. Muy húmeda. Y en el Medievo, esa humedad convertía al agua en un caldo de cultivo para enfermedades. Así que, en las ciudades, el agua era enemiga, no aliada. La fermentación hacía de la cerveza una alternativa más segura, casi medicinal. Y como aquí las vides eran pocas, la cerveza se convirtió en el vino del norte. Era lo que había. Y por suerte, lo que había era glorioso.

Los belgas fueron pioneros en el arte de cocinar con ella, lo que aún hoy da lugar a guisos profundos y reconfortantes como el carbonade flamande, un estofado de ternera cocido lentamente en cerveza negra. Es posible que al comienzo de la cocción pienses que algo no va bien, hasta que el alcohol se evapora, le sigue el agua, y los azúcares comienzan a caramelizar. Parece magia, pero es pura química. Una alquimia que transforma lo ordinario en sublime.

Para un belga, comer no es solo alimentarse, es identidad

La relación de los belgas con la comida va mucho más allá del disfrute. En un país tan marcado por la diversidad lingüística y cultural, sentarse a la mesa es una forma de encontrarse. Sin ánimo de calentar la cuestión lingüística del país, comer es, literalmente, un idioma común. En una cena, puede mezclarse francés, flamenco, alemán y una buena dosis de inglés internacional, pero lo que se sirve en el plato une más que cualquier idioma.

Uno de los aspectos más curiosos es el orgullo local. En Namur, se hablará con pasión del jambon d’Ardenne; en Lieja, nadie discutirá que la boulette en salsa es el verdadero tesoro nacional. Hay incluso quienes aseguran que las mejores patatas fritas no están en Bruselas, sino en un puesto callejero de Aalst donde Jacques, el friturier, lleva treinta años friéndolas, eso sí,  dos veces hasta el punto justo.

Platos que cuentan historias, ingredientes que definen un pueblo

El ADN de la gastronomía belga está formado por ingredientes humildes y técnicas refinadas. Las endivias, omnipresentes en guisos y gratinados, fueron un hallazgo accidental de un agricultor en el siglo XIX. El queso Herve, de aroma poderoso y sabor intenso, se cura según una tradición que resiste al paso del tiempo y a las narices sensibles.

Los mejillones con patatas fritas, moules-frites, son probablemente el plato más icónico. Pero cuidado: en temporada (agosto a diciembre), los belgas pueden volverse auténticos catadores de mejillones, discutiendo si los de Zeebrugge tienen mejor textura que los de Yerseke.

El gofre merece mención aparte. Y es obligado subrayar que no todos los gofres belgas son iguales. No lo son. Hay dos grandes escuelas: el de Bruselas, ligero, rectangular y con bordes crujientes. Y luego está el de Lieja, sin bordes rectos, menos formal, más canalla, denso y caramelizado, tamizado de azúcar perlado, ese que se derrite y se carameliza por dentro como una confesión a media voz. Es el preferido de muchos porque se come caliente, pegajoso, impúdico. Ambos se venden en puestos callejeros que perfuman el aire con azúcar tibio y mantequilla derretida. Y sí, en Bélgica todo el mundo tiene un horno para gofres en casa. No es broma. Es un electrodoméstico tan común como una tostadora. Porque el gofre no es un capricho. Es un derecho.

Bruselas: entre la alta cocina y el gofre de esquina

Bruselas es el corazón político de Europa, pero también una capital gourmet. El barrio de Les Marolles es ideal para comenzar: sus callejones combinan tiendas vintage con cafés donde se sirven croquettes aux crevettes grises, unas croquetas de camarones pequeños y sabrosísimos que no se olvidan fácilmente.

Unos pasos más allá, en el elegante Sablon, se concentran algunas de las mejores chocolaterías del país. Pierre Marcolini y Wittamer son verdaderos templos del cacao. Entrar en sus tiendas es como asistir a una cata de perfumes, solo que aquí se huele y se prueba.

Para una experiencia gourmet sin pretensiones, Comme Chez Soi, fundado en 1926, sigue sorprendiendo con su menú creativo basado en ingredientes locales. El precio por persona ronda los 90 a 140 €, dependiendo del menú elegido.

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Plaza Grote Markt de Bruselas.

Gante: historia viva, cerveza en mano

En Gante, todo se mezcla con una naturalidad asombrosa: arquitectura medieval, arte callejero y una movida culinaria que gira en torno a la cerveza. El restaurante De Graslei ofrece vistas al canal y platos como conejo a la gueuze, una cerveza ácida de fermentación espontánea que da un sabor único.

Una parada obligada es el Mercado de Vrijdagmarkt, donde los puestos callejeros ofrecen desde stoofvlees (carne estofada en cerveza) hasta sándwiches de queso fundido con pan rústico. Comer aquí cuesta entre 6 y 15 €. La experiencia, eso sí, no tiene precio.

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Ciudad de Gante

Brujas: cuento de hadas con olor a chocolate caliente

La encantadora e histórica ciudad de Brujas enamora al primer vistazo, pero también al primer bocado. Cafeterías como That’s Toast transforman el brunch en arte comestible. Su tartine de salmón con huevo poché tiene legiones de seguidores, locales y extranjeros.

Y nada como entrar a una chocolatería artesanal, dejarse envolver por el aroma y pedir un chocolate caliente denso que puede salvarte el alma en una tarde fría y lluviosa.

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Ciudad de Brujas

Cerveza: identidad líquida de un país

Hablar de Bélgica sin mencionar su cerveza es como hablar de España sin hablar de tapas. Con más de 1.500 tipos, muchas con denominación de origen, la cerveza aquí es casi patrimonio espiritual. Desde las afrutadas lambic hasta las intensas tripel, hay una para cada plato, para cada estado de ánimo, para cada conversación sobre si la patata frita perfecta debe freírse con grasa de vaca o de pato. 

En Lovaina, por ejemplo, los bares del Oude Markt, también conocido como “la barra más larga del mundo”, sirven decenas de variedades, muchas de ellas elaboradas en monasterios cercanos. A más de uno se le ha escapado la tarde descubriendo cervezas que ni sabía pronunciar. Recomendamos realizar esta actividad experiencial con moderación.

Y sí, son monjes que viven en monasterios de la orden trapense con origen en el monasterio cisterciense de La Trappe, Francia. Y que, además de rezar, fabrican algunas de las cervezas más intensas, complejas y legendarias del planeta. Para que una cerveza sea auténticamente trapense, debe elaborarse dentro de un monasterio, bajo control directo de los monjes, y los beneficios deben destinarse al mantenimiento del convento y a obras sociales. No hay accionistas. Solo fe y fermentación.

En Bélgica hay seis abadías que ostentan ese sagrado hexágono que dice “Authentic Trappist Product”. Entre ellas: Westvleteren, la unicornio; Orval, la indomable; Chimay, la popular; Rochefort, la intensa; Westmalle, la pionera; y Achel, la silenciosa. Pertenecer a una de estas cofradías no es solo una vocación espiritual: es, en algunos círculos, incluso un estatus social. Ser trapista en Bélgica es como ser un rockstar con votos de castidad y una microcervecería propia. 

Una cocina viva, diversa y muy actual

Hoy, la cocina belga está más viva que nunca. Jóvenes chefs reinterpretan platos tradicionales con técnicas contemporáneas y conciencia ecológica. En barrios como Ixelles o Antwerp South, proliferan restaurantes de cocina fusión, veggie y sostenible, sin perder el apego por el producto local.

Lo que emociona de comer en Bélgica hoy es esa mezcla constante: un vol-au-vent clásico servido con espuma de cerveza artesanal, o un waterzooi de pescado con vegetales de huerto urbano. La innovación no borra el pasado: lo reinterpreta con respeto y sabor.

Comer en Bélgica es entender Europa bocado a bocado

Recorrer Bélgica con el estómago por guía es una de las formas más placenteras de entender su historia, su gente y su diversidad. Cada ciudad ofrece un sabor distinto, cada calle una sorpresa, cada plato una historia. No se trata solo de comer bien. Se trata de viajar comiendo. De saborear lo que fuimos y lo que somos. Y de brindar, por supuesto, con una trapense helada, sabiendo que, en este país diminuto, incluso la cerveza tiene alma.

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<h1>La gastronomía belga: sabores con historia en el corazón de Europa</h1>
<h2 class="wp-block-heading">Una cocina construida entre imperios, mercaderes y callejones adoquinados</h2>



<p>Cuando hablamos de gastronomía belga, es fácil caer en el tríptico de siempre: chocolate, cerveza y patatas fritas. Pero eso sería como resumir una sinfonía en tres notas. La cocina belga es el reflejo de un país pequeño en geografía, pero gigante en influencias. <strong>Durante siglos, Bélgica ha sido punto de encuentro, conquista y comercio entre potencias</strong>: romanos, franceses, españoles, neerlandeses… cada uno dejando su huella en la mesa.</p>



<p>Ya en la Edad Media, las ciudades flamencas como Brujas y Gante se destacaban como centros comerciales que atraían especias y productos de todo el mundo conocido. La cocina se sofisticaba en los hogares nobles mientras, en las tabernas, la cerveza era tan común como el pan. Literalmente. <strong>Porque no se bebía agua: se bebía cerveza.  </strong></p>



<p>¿El motivo? Bélgica es húmeda. Muy húmeda. Y en el Medievo, esa humedad convertía al agua en un caldo de cultivo para enfermedades. Así que, en las ciudades, el agua era enemiga, no aliada. La fermentación hacía de la cerveza una alternativa más segura, casi medicinal. Y como aquí las vides eran pocas, la cerveza se convirtió en el vino del norte. Era lo que había. Y por suerte, lo que había era glorioso.</p>



<p><strong>Los belgas fueron pioneros en el arte de cocinar con ella</strong>, lo que aún hoy da lugar a guisos profundos y reconfortantes como el carbonade flamande, un estofado de ternera cocido lentamente en cerveza negra. Es posible que al comienzo de la cocción pienses que algo no va bien, hasta que el alcohol se evapora, le sigue el agua, y los azúcares comienzan a caramelizar. Parece magia, pero es pura química. Una alquimia que transforma lo ordinario en sublime.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Para un belga, comer no es solo alimentarse, es identidad</h2>



<p>La relación de los belgas con la comida va mucho más allá del disfrute. En un país tan marcado por la diversidad lingüística y cultural, sentarse a la mesa es una forma de encontrarse. <strong>Sin ánimo de calentar la cuestión lingüística del país, comer es, literalmente, un idioma común.</strong> En una cena, puede mezclarse francés, flamenco, alemán y una buena dosis de inglés internacional, pero lo que se sirve en el plato une más que cualquier idioma.</p>



<p>Uno de los aspectos más curiosos es el orgullo local. En Namur, se hablará con pasión del <em>jambon d’Ardenne</em>; en Lieja, nadie discutirá que la <em>boulette </em>en salsa es el verdadero tesoro nacional. Hay incluso quienes aseguran que las mejores patatas fritas no están en Bruselas, sino en un puesto callejero de <strong>Aalst</strong> donde <strong>Jacques</strong>, el <em>friturier</em>, lleva treinta años friéndolas, eso sí,  dos veces hasta el punto justo.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Platos que cuentan historias, ingredientes que definen un pueblo</h2>



<p>El ADN de la gastronomía belga está formado por ingredientes humildes y técnicas refinadas. Las endivias, omnipresentes en guisos y gratinados, fueron un hallazgo accidental de un agricultor en el siglo XIX. El queso <em>Herve</em>, de aroma poderoso y sabor intenso, se cura según una tradición que resiste al paso del tiempo y a las narices sensibles.</p>



<p>Los mejillones con patatas fritas, <em>moules-frites</em>, son probablemente el plato más icónico. Pero cuidado: en temporada (agosto a diciembre), los belgas pueden volverse auténticos catadores de mejillones, discutiendo si los de <strong>Zeebrugge</strong> tienen mejor textura que los de <strong>Yerseke</strong>.</p>



<p>El gofre merece mención aparte. <strong>Y es obligado subrayar que no todos los gofres belgas son iguales.</strong> No lo son. Hay dos grandes escuelas: el de <strong>Bruselas</strong>, ligero, rectangular y con bordes crujientes. Y luego está el de <strong>Lieja</strong>, sin bordes rectos, menos formal, más canalla, denso y caramelizado, tamizado de azúcar perlado, ese que se derrite y se carameliza por dentro como una confesión a media voz. Es el preferido de muchos porque se come caliente, pegajoso, impúdico. Ambos se venden en puestos callejeros que perfuman el aire con azúcar tibio y mantequilla derretida. Y sí, en Bélgica todo el mundo tiene un horno para gofres en casa. No es broma. Es un electrodoméstico tan común como una tostadora. <strong>Porque el gofre no es un capricho. Es un derecho.</strong></p>



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<h2 class="wp-block-heading">Bruselas: entre la alta cocina y el gofre de esquina</h2>



<p><strong>Bruselas</strong> es el corazón político de Europa, pero también una capital gourmet. El barrio de <strong>Les Marolles </strong>es ideal para comenzar: sus callejones combinan tiendas vintage con cafés donde se sirven <em>croquettes aux crevettes grises</em>, unas croquetas de camarones pequeños y sabrosísimos que no se olvidan fácilmente.</p>



<p>Unos pasos más allá, en el elegante <strong>Sablon</strong>, se concentran algunas de las mejores chocolaterías del país. <strong><a href="https://eu.marcolini.com/en/" target="_blank" rel="noopener">Pierre Marcolini</a> </strong>y <strong><a href="https://wittamer.com/" target="_blank" rel="noopener">Wittamer</a></strong> son verdaderos templos del cacao. Entrar en sus tiendas es como asistir a una cata de perfumes, solo que aquí se huele y se prueba.</p>



<p>Para una experiencia gourmet sin pretensiones, <strong><a href="http://www.commechezsoi.be" target="_blank" rel="noopener">Comme Chez Soi</a></strong>, fundado en 1926, sigue sorprendiendo con su menú creativo basado en ingredientes locales. El precio por persona ronda los 90 a 140 €, dependiendo del menú elegido.</p>



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<h2 class="wp-block-heading">Gante: historia viva, cerveza en mano</h2>



<p>En Gante, todo se mezcla con una naturalidad asombrosa: arquitectura medieval, arte callejero y una movida culinaria que gira en torno a la cerveza. El restaurante <strong><a href="http://www.restaurantdegraslei.be" target="_blank" rel="noopener">De Graslei</a> </strong>ofrece vistas al canal y platos como conejo a la <em>gueuze</em>, una cerveza ácida de fermentación espontánea que da un sabor único.</p>



<p>Una parada obligada es el <strong>Mercado de Vrijdagmarkt</strong>, donde los puestos callejeros ofrecen desde <em>stoofvlees</em> (carne estofada en cerveza) hasta sándwiches de queso fundido con pan rústico. Comer aquí cuesta entre 6 y 15 €. La experiencia, eso sí, no tiene precio.</p>



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<h2 class="wp-block-heading">Brujas: cuento de hadas con olor a chocolate caliente</h2>



<p>La encantadora e histórica ciudad de Brujas enamora al primer vistazo, pero también al primer bocado. Cafeterías como <strong><a href="https://www.thatstoast.com/" target="_blank" rel="noopener">That’s Toast</a></strong> transforman el brunch en arte comestible. Su <em>tartine</em> de salmón con huevo poché tiene legiones de seguidores, locales y extranjeros.</p>



<p>Y nada como entrar a una chocolatería artesanal, dejarse envolver por el aroma y pedir un chocolate caliente denso que puede salvarte el alma en una tarde fría y lluviosa.</p>



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<h2 class="wp-block-heading">Cerveza: identidad líquida de un país</h2>



<p>Hablar de Bélgica sin mencionar su cerveza es como hablar de España sin hablar de tapas. Con más de 1.500 tipos, muchas con denominación de origen, la cerveza aquí es casi patrimonio espiritual. Desde las afrutadas <em>lambic</em> hasta las intensas <em>tripel</em>, hay una para cada plato, para cada estado de ánimo, para cada conversación sobre si la patata frita perfecta debe freírse con grasa de vaca o de pato. </p>



<p>En <strong>Lovaina</strong>, por ejemplo, los bares del <strong>Oude Markt</strong>, también conocido como “la barra más larga del mundo”, sirven decenas de variedades, muchas de ellas elaboradas en monasterios cercanos. A más de uno se le ha escapado la tarde descubriendo cervezas que ni sabía pronunciar. Recomendamos realizar esta actividad experiencial con moderación.</p>



<p>Y sí, son monjes que viven en monasterios de la orden trapense con origen en el monasterio cisterciense de <strong>La Trappe</strong>, Francia. Y que, además de rezar, fabrican algunas de las cervezas más intensas, complejas y legendarias del planeta. Para que una cerveza sea auténticamente trapense, debe elaborarse dentro de un monasterio, bajo control directo de los monjes, y los beneficios deben destinarse al mantenimiento del convento y a obras sociales. No hay accionistas. Solo fe y fermentación.</p>



<p>En Bélgica hay seis abadías que ostentan ese sagrado hexágono que dice “Authentic Trappist Product”. Entre ellas: <strong><a href="https://www.trappistwestvleteren.be/en/age-gate?_target_path=/en" target="_blank" rel="noopener">Westvleteren</a></strong>, la unicornio; <strong><a href="https://www.orval.be/fr/" target="_blank" rel="noopener">Orval</a></strong>, la indomable; <strong><a href="https://chimay.com/" target="_blank" rel="noopener">Chimay</a></strong>, la popular; <strong><a href="https://www.trappistes-rochefort.com/fr/" target="_blank" rel="noopener">Rochefort</a></strong>, la intensa; <strong><a href="https://www.trappistwestmalle.be/" target="_blank" rel="noopener">Westmalle</a></strong>, la pionera; y <strong><a href="https://achelsekluis.be/" target="_blank" rel="noopener">Achel</a></strong>, la silenciosa. Pertenecer a una de estas cofradías no es solo una vocación espiritual: es, en algunos círculos, incluso un estatus social. Ser trapista en Bélgica es como ser un <em>rockstar</em> con votos de castidad y una microcervecería propia. </p>



<h2 class="wp-block-heading">Una cocina viva, diversa y muy actual</h2>



<p>Hoy, la cocina belga está más viva que nunca. Jóvenes chefs reinterpretan platos tradicionales con técnicas contemporáneas y conciencia ecológica. En barrios como <strong>Ixelles</strong> o <strong>Antwerp South</strong>, proliferan restaurantes de cocina fusión, veggie y sostenible, sin perder el apego por el producto local.</p>



<p>Lo que emociona de comer en Bélgica hoy es esa mezcla constante: un <em>vol-au-vent</em> clásico servido con espuma de cerveza artesanal, o un <em>waterzooi </em>de pescado con vegetales de huerto urbano. La innovación no borra el pasado: lo reinterpreta con respeto y sabor.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Comer en Bélgica es entender Europa bocado a bocado</h2>



<p>Recorrer Bélgica con el estómago por guía es una de las formas más placenteras de entender su historia, su gente y su diversidad. Cada ciudad ofrece un sabor distinto, cada calle una sorpresa, cada plato una historia. No se trata solo de comer bien. Se trata de viajar comiendo. De saborear lo que fuimos y lo que somos. Y de brindar, por supuesto, con una trapense helada, sabiendo que, en este país diminuto, incluso la cerveza tiene alma.</p>
<p>Este artículo fue publicado originalmente en <a href="https://geogastronomica.com/">GEOgastronómica</a>. Lea el <a href="https://geogastronomica.com/la-gastronomia-belga-sabores-con-historia-en-el-corazon-de-europa/">original</a>.</p></div>
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