Buenos Aires a mordiscos: crónica cruda y jugosa de una ciudad que se come a sí misma

Descubre los sabores de Buenos Aires desde el asado hasta los alfajores de dulce de leche en un recorrido crudo y emocionante. La cultura gastronómica porteña te va a devorar con cada bocado.

Paco Doblas Gálvez
10 de mayo de 2025
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Índice

El asado es una religión, el bodegón es templo

Aterrizar en Buenos Aires es como caer en una novela de Osvaldo Soriano escrita con grasa de chorizo y vino tinto. Acá, comer no es una necesidad. Es una declaración. Es tango hecho carne. En serio, no hay ciudad que se tome más en serio su estómago que esta.

La gastronomía porteña es el Frankenstein hermoso de una historia cocinada a fuego lento por inmigrantes italianos, gallegos, judíos, sirio-libaneses y criollos mestizos con alma de gaucho y paladar europeo. Buenos Aires se armó entre carbonadas, milanesas, ravioles y empanadas. Lo curioso es que en esta babel culinaria nadie se pelea, porque todos entienden que el domingo es sagrado, y el asado, su ritual más puro.

Porque el asado no es simplemente carne sobre fuego. Es comunión, política, fútbol, terapia. Es la religión de los descreídos. Y en Argentina, donde se come más carne per cápita que en casi cualquier otro lugar del planeta, ese fuego tiene nombre y apellido. Un asado argentino no es una “parrillada” como las que encontrás en España o Brasil. No hay salchichas precocidas ni pinchos de supermercado. Acá se habla de cortes nobles y grasa que gotea como si tuviera algo que confesar.

Están el vacío, la entraña, el asado de tira, el matambre, la molleja que cruje por fuera y se deshace por dentro como un secreto bien guardado. El bife de chorizo, esa bestia tierna que se corta con cuchara si está bien hecha. Y el chorizo, claro, el primero que va a la parrilla y el primero que se muere en el pan, con chimichurri o salsa criolla, en forma de choripán.

Y después está la estaca. La experiencia extrema. El asado a la cruz. Una vaca o un cordero entero, abierto en canal, clavado en una estructura de hierro en forma de cruz y expuesto al fuego durante horas, como un rito ancestral. Ahí, frente a la brasa viva, el asador es sacerdote, verdugo y alquimista. Nada se apura. Nada se voltea sin razón. Cada vuelta tiene su momento. El humo entra en la carne como una plegaria carnívora. Y cuando está listo, lo sabes. El cuchillo entra sin pelear. El jugo corre. Y el silencio que sigue es sagrado.

Este amor por la carne no es moda. Es historia genética. Es campo, es gaucho, es familia. Es lo único que sigue igual cuando todo lo demás cambia. Un argentino puede discutir todo, menos el punto de cocción de una tira de asado.

La gastronomía porteña es el Frankenstein hermoso de una historia cocinada sin prisa por inmigrantes italianos, gallegos, judíos, sirio-libaneses y criollos mestizos con alma de gaucho y paladar europeo. Buenos Aires se armó entre carbonadas, milanesas, empanadas y ravioles, que es plural de ravioli en numerosos países latinoamericanos como Argentina. Lo curioso es que en esta babel culinaria nadie se pelea, porque todos entienden que el domingo es sagrado, y el asado, su ritual más puro.

Comer como porteño o la antropología del apetito

No es que el bonaerense coma por placer. Come por principio. Porque su identidad está servida en un plato de ñoquis con tuco (una versión algo grosera de la salsa boloñesa) y queso rallado, en un choripán con chimichurri aceitoso, en una medialuna pegajosa de almíbar. La comida es la excusa para todo: para discutir de política, para ver fútbol, para enamorarse o para pelearse con la suegra.

En los bares notables, esos que sobreviven a la gentrificación y al café de máquina, los viejos se sientan a hablar del Perón que conocieron mientras mojan una factura en el cortado. Los jóvenes se meten en vermuterías hipsters con murales de Maradona y beben Negronis como si fueran Hemingway. Hay una pasión rabiosa por la comida, un deseo casi carnal de compartir mesa. Y sí, en Buenos Aires uno no cena antes de las nueve. Antes de eso, sos turista o un sacrílego.

El dólar, el jet lag y la dignidad

La primera vez que visité Buenos Aires fue unos tres años después del corralito, ese mágico momento en que los bancos saludaban por su nombre a los sufridos y cabreados argentinos pero no les devolvían su plata. El país entero todavía se lamía las heridas del desastre económico más feroz que había vivido en su historia reciente. El peso argentino estaba por el suelo, y el recién nacido euro —el mío— valía entonces unas seis veces más. Era como caminar por una ciudad donde todo parecía estar en liquidación permanente. Fue la primera y única vez en mi vida que me sentí millonario sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo. Comimos como reyes, con la gula de quien sabe que eso no se repite: ojo de bife sangrante en Puerto Madero, malbecs que fluían como si alguien hubiera dejado abierto el grifo del placer, camareros con moños, manteles blancos y esas sonrisas que mezclan cortesía y resignación. 

Pero el momento que hoy aún me persigue no fue gastronómico. Fue cuando, recién llegados, tomamos un taxi desde Ezeiza al hotel. Entre el jet lag, la emoción y mi falta absoluta de lógica cambiaria, le dejé al tipo una propina obscena. No “generosa”. Obscena. De esas que en otro lugar te aseguran una reverencia y una tarjeta personal. El taxista —flaco, de unos cincuenta y algo, con bigote de tango y voz de pucho— me la devolvió. Con dignidad. Con una frase que se me grabó para siempre: “Mire amigo, yo no estoy de oferta”. Fue un lambrazo, como decimos en mi tierra, en forma de lección. Una advertencia temprana de que Argentina es un país que puede estar roto, pero nunca vencido. Que su gente puede sobrevivir a todo menos a perder el orgullo. Esa fue la primera gran enseñanza que me llevé de este gran país. Y no la olvidé nunca.

Fue un lambrazo, como decimos en mi tierra, en forma de lección. Una advertencia temprana de que Argentina es un país que puede estar roto, pero nunca vencido.

De bodegones y calles que huelen a parrilla

Si uno quiere conocer Buenos Aires de verdad, tiene que ensuciarse los dedos. Hay que caminar San Telmo con hambre de aventura y tragarse una empanada salteña al paso, con jugo que chorrea como confesiones en un diván. Hay que ir al Mercado de Belgrano y dejarse llevar por los gritos de los verduleros y el perfume indecente del provolone fundido. 

Hay que sentarse en El Preferido de Palermo, donde la milanesa napolitana te mira a los ojos como una ex o un ex que nunca superaste, o reservar en Don Julio, la parrilla que supo ganarse una estrella Michelin sin perder el alma. El olor a carne que flota en la esquina de Gurruchaga con Guatemala es mejor que cualquier marketing.

También vale la pena desviarse hacia La Boca, donde los turistas se sacan selfies con murales de fileteado y Maradona rezando, pero si te animás a alejarte de Caminito, te puedes encontrar con una fonda donde sirven guiso de lentejas que curan el alma. Recorriendo Barracas, Villa Crespo o Chacarita, lo mejor siempre está medio escondido. El postre ideal es un helado artesanal de dulce de leche con cristales de caramelo, ese que se compra en heladerías como Cadore, uno de los secretos más bien guardados del centro porteño.

Pero si hay un ingrediente que lo invade todo, desde el desayuno hasta la sobremesa más indecente, ese es el maldito dulce de leche. El néctar marrón de los dioses, denso, pegajoso, que los argentinos defienden como si les fuera la patria en ello. Lo untan en tostadas, lo meten dentro de facturas (deliciosas piezas de bollería), lo vierten sobre panqueques (los hermanos mayores de la crepe francesa), que podrían causar lágrimas en un nórdico.

Y claro, están los alfajores. No cualquier alfajor: el Havanna, ese que se compra en cajas de seis en el free shop, como souvenir obligatorio de todo turista que se precie. Su envoltorio dorado brilla más que el Obelisco bajo el sol de diciembre, y cuando das el primer mordisco, entendés que estás sosteniendo algo más que un snack: estás cargando con décadas de memoria emocional argentina, empaquetada entre dos galletas y un corazón de dulce de leche.

La repostería argentina, a diferencia de su cocina salada, no busca la sofisticación. Busca el golpe directo al alma. Pastafrolas, vigilantes, tortas húmedas de chocolate con cobertura de ganache y un nivel de azúcar que podría paralizar a un diabético. Pero no importa. Nadie viene a Buenos Aires a comer liviano.

Fernet, esa herejía gloriosa

Y sí, hay que hablar del Fernet. Amargo, negro, espeso. Mezclado con cola, como dictan las reglas no escritas de la sabiduría popular bonaerense. Ninguna bebida representa mejor la identidad esquizofrénica y brutalmente honesta de esta ciudad. Si lo amás, eres de los suyos. Si no, es porque todavía no aprendiste.

Nacido en Italia pero deformado con orgullo en la argentinidad más visceral, el Fernet no se toma: se sobrevive. Es un brebaje oscuro como la inflación y espeso como un trámite de la administración publica. No busca agradar, busca dejar huella, como todo lo que duele pero se vuelve costumbre. Mezclado con cola, no por sabor, sino por código de pertenencia, es el pasaporte emocional a un país donde el sabor amargo no se endulza: se celebra.

Una nueva camada de cocineros despierta la escena

No todo es nostalgia y grasa noble. La nueva cocina porteña viene empujando con fuerza. Proyectos como Mengano Bodegón o Aramburu reinventan los clásicos con técnica, irreverencia y sensibilidad. Cocineros que no le temen a la molleja ni a la espuma de humita. Menú de pasos, maridajes pensados, experiencia inmersiva. Pero siempre con el corazón criollo latiendo fuerte.

Hoy puedes comer en Buenos Aires por 5 dólares o por 200. Puedes almorzar una fugazzeta rellena por $3000 pesos o cenar en una barra de autor con vino natural por $80.000, unos 65€ en el momento de escribir este artículo. El precio es anecdótico frente a la vivencia. Lo que importa es el fuego, el aroma, la historia que cuentas después.

Epílogo con sobremesa: comer Buenos Aires

Y así, entre feria y feria (Feria Masticar, Caminos y Sabores), y cualquier otra que brote, Buenos Aires celebra su propia gula colectiva. Todo tiene un lugar: desde food trucks de ramen donde el vapor te empaña la mente, hasta puestos callejeros de choripán con salsas tan picantes que son dignas de un cómic de Liniers. Es el mapa emocional de una ciudad que nunca deja de cocinarse a sí misma.

Buenos Aires no se visita. Se devora. Se mastica lento, con cuchillo en mano y pan para mojar. Es una ciudad que no se entiende si no se huele, se prueba y se repite. Te va a insultar con su caos y te va a abrazar con un café cortado a las tres de la mañana. Va a ponerte a prueba con su exceso, su histeria y su adicción a la nostalgia.

Pero si te sentás a la mesa con hambre de verdad, te lo prometo: no vas a querer levantarte nunca.

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<h1>Buenos Aires a mordiscos: crónica cruda y jugosa de una ciudad que se come a sí misma</h1>
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<h2 class="wp-block-heading">El asado es una religión, el bodegón es templo</h2>



<p>Aterrizar en Buenos Aires es como caer en una novela de Osvaldo Soriano escrita con grasa de chorizo y vino tinto. Acá, comer no es una necesidad. Es una declaración. Es tango hecho carne. En serio, no hay ciudad que se tome más en serio su estómago que esta.</p>



<p>La gastronomía porteña es el Frankenstein hermoso de una historia cocinada a fuego lento por inmigrantes italianos, gallegos, judíos, sirio-libaneses y criollos mestizos con alma de gaucho y paladar europeo. Buenos Aires se armó entre carbonadas, milanesas, ravioles y empanadas. Lo curioso es que en esta babel culinaria nadie se pelea, porque todos entienden que el domingo es sagrado, y el asado, su ritual más puro.</p>



<p>Porque el asado no es simplemente carne sobre fuego. Es comunión, política, fútbol, terapia. Es la religión de los descreídos. Y en Argentina, donde se come más carne per cápita que en casi cualquier otro lugar del planeta, ese fuego tiene nombre y apellido. Un asado argentino no es una “parrillada” como las que <em>encontrás</em> en España o Brasil. No hay salchichas precocidas ni pinchos de supermercado. <em>Acá</em> se habla de cortes nobles y grasa que gotea como si tuviera algo que confesar.</p>



<p>Están el vacío, la entraña, el asado de tira, el matambre, la molleja que cruje por fuera y se deshace por dentro como un secreto bien guardado. El bife de chorizo, esa bestia tierna que se corta con cuchara si está bien hecha. Y el chorizo, claro, el primero que va a la parrilla y el primero que se muere en el pan, con chimichurri o salsa criolla, en forma de choripán.</p>



<p>Y después está la estaca. La experiencia extrema. El asado a la cruz. Una vaca o un cordero entero, abierto en canal, clavado en una estructura de hierro en forma de cruz y expuesto al fuego durante horas, como un rito ancestral. Ahí, frente a la brasa viva, el asador es sacerdote, verdugo y alquimista. Nada se apura. Nada se voltea sin razón. Cada vuelta tiene su momento. El humo entra en la carne como una plegaria carnívora. Y cuando está listo, lo sabes. El cuchillo entra sin pelear. El jugo corre. Y el silencio que sigue es sagrado.</p>



<p>Este amor por la carne no es moda. Es historia genética. Es campo, es gaucho, es familia. Es lo único que sigue igual cuando todo lo demás cambia. Un argentino puede discutir todo, menos el punto de cocción de una tira de asado. </p>



<p>La gastronomía porteña es el Frankenstein hermoso de una historia cocinada sin prisa por inmigrantes italianos, gallegos, judíos, sirio-libaneses y criollos mestizos con alma de gaucho y paladar europeo. Buenos Aires se armó entre carbonadas, milanesas, empanadas y ravioles, que es plural de ravioli en numerosos países latinoamericanos como Argentina. Lo curioso es que en esta babel culinaria nadie se pelea, porque todos entienden que el domingo es sagrado, y el asado, su ritual más puro.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Comer como porteño o la antropología del apetito</h2>



<p>No es que el bonaerense coma por placer. Come por principio. Porque su identidad está servida en un plato de ñoquis con tuco (una versión algo grosera de la salsa boloñesa) y queso rallado, en un choripán con chimichurri aceitoso, en una medialuna pegajosa de almíbar. La comida es la excusa para todo: para discutir de política, para ver fútbol, para enamorarse o para pelearse con la suegra.</p>



<p>En los bares notables, esos que sobreviven a la gentrificación y al café de máquina, los viejos se sientan a hablar del Perón que conocieron mientras mojan una factura en el cortado. Los jóvenes se meten en vermuterías hipsters con murales de Maradona y beben Negronis como si fueran Hemingway. Hay una pasión rabiosa por la comida, un deseo casi carnal de compartir mesa. Y sí, en Buenos Aires uno no cena antes de las nueve. Antes de eso, sos turista o un sacrílego.</p>



<h2 class="wp-block-heading">El dólar, el jet lag y la dignidad</h2>



<p>La primera vez que visité Buenos Aires fue unos tres años después del corralito, ese mágico momento en que los bancos saludaban por su nombre a los sufridos y cabreados argentinos pero no les devolvían su plata. El país entero todavía se lamía las heridas del desastre económico más feroz que había vivido en su historia reciente. El peso argentino estaba por el suelo, y el recién nacido euro —el mío— valía entonces unas seis veces más. Era como caminar por una ciudad donde todo parecía estar en liquidación permanente. Fue la primera y única vez en mi vida que me sentí millonario sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo. Comimos como reyes, con la gula de quien sabe que eso no se repite: ojo de bife sangrante en Puerto Madero, <em>malbecs</em> que fluían como si alguien hubiera dejado abierto el grifo del placer, camareros con moños, manteles blancos y esas sonrisas que mezclan cortesía y resignación. </p>



<p>Pero el momento que hoy aún me persigue no fue gastronómico. Fue cuando, recién llegados, tomamos un taxi desde Ezeiza al hotel. Entre el jet lag, la emoción y mi falta absoluta de lógica cambiaria, le dejé al tipo una propina obscena. No “generosa”. Obscena. De esas que en otro lugar te aseguran una reverencia y una tarjeta personal. El taxista —flaco, de unos cincuenta y algo, con bigote de tango y voz de pucho— me la devolvió. Con dignidad. Con una frase que se me grabó para siempre: “Mire amigo, yo no estoy de oferta”. Fue un <em>lambrazo</em>, como decimos en mi tierra, en forma de lección. Una advertencia temprana de que Argentina es un país que puede estar roto, pero nunca vencido. Que su gente puede sobrevivir a todo menos a perder el orgullo. Esa fue la primera gran enseñanza que me llevé de este gran país. Y no la olvidé nunca. </p>



<blockquote class="wp-block-quote is-layout-flow wp-block-quote-is-layout-flow">
<p>Fue un <em>lambrazo</em>, como decimos en mi tierra, en forma de lección. Una advertencia temprana de que Argentina es un país que puede estar roto, pero nunca vencido. </p>
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<h2 class="wp-block-heading">De bodegones y calles que huelen a parrilla</h2>



<p>Si uno quiere conocer Buenos Aires de verdad, tiene que ensuciarse los dedos. Hay que caminar San Telmo con hambre de aventura y tragarse una empanada salteña al paso, con jugo que chorrea como confesiones en un diván. Hay que ir al Mercado de Belgrano y dejarse llevar por los gritos de los verduleros y el perfume indecente del provolone fundido. </p>



<p>Hay que sentarse en <strong><a href="https://elpreferido.meitre.com/" target="_blank" rel="noopener">El Preferido de Palermo</a></strong>, donde la milanesa napolitana te mira a los ojos como una ex o un ex que nunca superaste, o reservar en <strong><a href="https://www.parrilladonjulio.com/" target="_blank" rel="noopener">Don Julio</a></strong>, la parrilla que supo ganarse una estrella Michelin sin perder el alma. El olor a carne que flota en la esquina de Gurruchaga con Guatemala es mejor que cualquier marketing.</p>



<p>También vale la pena desviarse hacia <strong>La Boca</strong>, donde los turistas se sacan selfies con murales de fileteado y <strong>Maradona</strong> rezando, pero si te animás a alejarte de <strong>Caminito</strong>, te puedes encontrar con una fonda donde sirven guiso de lentejas que curan el alma. Recorriendo <strong>Barracas</strong>, <strong>Villa Crespo</strong> o <strong>Chacarita</strong>, lo mejor siempre está medio escondido. El postre ideal es un helado artesanal de dulce de leche con cristales de caramelo, ese que se compra en heladerías como <strong><a href="https://www.heladeriacadore.com.ar" target="_blank" rel="noopener">Cadore</a></strong>, uno de los secretos más bien guardados del centro porteño.</p>



<p>Pero si hay un ingrediente que lo invade todo, desde el desayuno hasta la sobremesa más indecente, ese es el maldito dulce de leche. El néctar marrón de los dioses, denso, pegajoso, que los argentinos defienden como si les fuera la patria en ello. Lo untan en tostadas, lo meten dentro de facturas (deliciosas piezas de bollería), lo vierten sobre panqueques (los hermanos mayores de la crepe francesa), que podrían causar lágrimas en un nórdico.</p>



<p>Y claro, están los alfajores. No cualquier alfajor: el <strong>Havanna</strong>, ese que se compra en cajas de seis en el free shop, como souvenir obligatorio de todo turista que se precie. Su envoltorio dorado brilla más que el Obelisco bajo el sol de diciembre, y cuando das el primer mordisco, entendés que estás sosteniendo algo más que un snack: estás cargando con décadas de memoria emocional argentina, empaquetada entre dos galletas y un corazón de dulce de leche.</p>



<p>La repostería argentina, a diferencia de su cocina salada, no busca la sofisticación. Busca el golpe directo al alma. Pastafrolas, vigilantes, tortas húmedas de chocolate con cobertura de ganache y un nivel de azúcar que podría paralizar a un diabético. Pero no importa. Nadie viene a Buenos Aires a comer liviano.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Fernet, esa herejía gloriosa</h2>



<p>Y sí, hay que hablar del <strong>Fernet.</strong> Amargo, negro, espeso. Mezclado con cola, como dictan las reglas no escritas de la sabiduría popular bonaerense. Ninguna bebida representa mejor la identidad esquizofrénica y brutalmente honesta de esta ciudad. Si lo amás, eres de los suyos. Si no, es porque todavía no aprendiste.</p>



<p>Nacido en Italia pero deformado con orgullo en la argentinidad más visceral, el <strong>Fernet</strong> no se toma: se sobrevive. Es un brebaje oscuro como la inflación y espeso como un trámite de la administración publica. No busca agradar, busca dejar huella, como todo lo que duele pero se vuelve costumbre. Mezclado con cola, no por sabor, sino por código de pertenencia, es el pasaporte emocional a un país donde el sabor amargo no se endulza: se celebra.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Una nueva camada de cocineros despierta la escena</h2>



<p>No todo es nostalgia y grasa noble. La nueva cocina porteña viene empujando con fuerza. Proyectos como <strong><a href="https://www.instagram.com/mengano.ba/" target="_blank" rel="noopener">Mengano Bodegón</a></strong> o <strong><a href="https://www.arambururesto.com.ar/" target="_blank" rel="noopener">Aramburu</a></strong> reinventan los clásicos con técnica, irreverencia y sensibilidad. Cocineros que no le temen a la molleja ni a la espuma de humita. Menú de pasos, maridajes pensados, experiencia inmersiva. Pero siempre con el corazón criollo latiendo fuerte.</p>



<p>Hoy puedes comer en Buenos Aires por 5 dólares o por 200. Puedes almorzar una <em>fugazzeta</em> rellena por $3000 pesos o cenar en una barra de autor con vino natural por $80.000, unos 65€ en el momento de escribir este artículo. El precio es anecdótico frente a la vivencia. Lo que importa es el fuego, el aroma, la historia que cuentas después.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Epílogo con sobremesa: comer Buenos Aires</h2>



<p>Y así, entre feria y feria (<strong><a href="https://www.feriamasticar.com.ar/" target="_blank" rel="noopener">Feria Masticar</a></strong>, <strong><a href="https://www.caminosysabores.com.ar/" target="_blank" rel="noopener">Caminos y Sabores</a></strong>), y cualquier otra que brote, Buenos Aires celebra su propia gula colectiva. Todo tiene un lugar: desde food trucks de ramen donde el vapor te empaña la mente, hasta puestos callejeros de choripán con salsas tan picantes que son dignas de un cómic de Liniers. Es el mapa emocional de una ciudad que nunca deja de cocinarse a sí misma.</p>



<p>Buenos Aires no se visita. Se devora. Se mastica lento, con cuchillo en mano y pan para mojar. Es una ciudad que no se entiende si no se huele, se prueba y se repite. Te va a insultar con su caos y te va a abrazar con un café cortado a las tres de la mañana. Va a ponerte a prueba con su exceso, su histeria y su adicción a la nostalgia.</p>



<p>Pero si te <em>sentás</em> a la mesa con hambre de verdad, te lo prometo: no vas a querer levantarte nunca.</p>



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<p>Este artículo fue publicado originalmente en <a href="https://geogastronomica.com/">GEOgastronómica</a>. Lea el <a href="https://geogastronomica.com/buenos-aires-a-mordiscos-cronica-cruda-y-jugosa-de-una-ciudad-que-se-come-a-si-misma/">original</a>.</p></div>
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