Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor

Del arroz de los monjes a puestos callejeros con estrella Michelin: así se come (de verdad) en Tailandia.

Paco Doblas Gálvez
29 de junio de 2025
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Índice

Aterrizar en Bangkok sin aclimatar la mente, te dejara huella

Si hay un lugar donde la comida no se come: se vive, se suda, se respira, se grita y se ama, ese lugar es Tailandia. Y esto no lo leí en un blog, ni lo vi en un documental de Netflix con narración empalagosa. Lo viví. Lo tragué. Me quemé los labios, el estómago y el alma en cada bocado.

Llegué a Bangkok con el cuerpo hecho polvo por el vuelo y la mente llena de clichés. Apenas aterrizamos, el guía —un tipo con mirada de sospecharlo todo—, y digo yo que aprovechándose del maldito jetlag, nos llevó directamente al mercado nocturno de Patpong, una zona, en principio de lo más turístico, pero fue inevitable pensar: “Bienvenidos al corazón turbio de la ciudad”. Ahí estaban: los espectáculos eróticos más bizarros que he visto en mi vida —prometo que entramos sin saber dónde nos metía a pesar de que el cartel de aquel antro, Lipstick, lo gritaba sin tapujos—, las peleas de gallos donde el sudor olía a testosterona y sangre, y combates de Muay Thai improvisados en ring de mala muerte. No era una postal turística. Era Tailandia lanzándome su primer puñetazo en la cara.

Para volver al hotel, nos subimos a un tuktuk. Ya había escuchado que eran una trampa para turistas, pero si vas a Tailandia sin vivir el caos sobre ruedas de uno de esos vehículos suicidas, es como si no hubieras ido. Nos metimos en callejones imposibles, esquivamos motos, camiones y algún que otro perro que cruzaba como si tuviera prioridad divina. En cada curva sentía que mi vida pendía de una bocina y una carcajada del conductor. Adrenalina pura.

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El popular tuktuk circulando por las calles de Bangkok.

Y luego, la redención. Comí mi primer pad thai en una esquina anodina, con plástico en el suelo y humo en los ojos. Fue como besar a alguien con curry en la boca y prometerle el cielo. También probé khao moo tod, ese cerdo crujiente que parece frito en el fuego del mismísimo infierno. Salí de allí oliendo a ajo, sonriendo como un idiota.

Una historia contada a través de arroz, invasiones y comercio

Tailandia no se entiende sin su cocina. Y su cocina no se entiende sin su historia. Lo aprendí escuchando, sin entender, y observando entusiasmado como un niño descubriendo la vida, a un cocinero local mientras preparaba un green curry al que le puso más hierbas que un boticario medieval. Quise entender que cada plato es una huella: de la invasión mongol, de la migración china, de los comerciantes musulmanes, del chile que vino de América pero se quedó como si fuera local.

El arroz es religión aquí. No es acompañante: es protagonista. Lo comí glutinoso en el norte, aromático en el sur, fermentado en aldeas donde el agua aún se extrae con poleas. Lo cocinan con reverencia. Alrededor de él giran las salsas infernales, los fermentados que huelen a sudor agrio pero saben a gloria, los vegetales que crujen como si acabaran de ser arrancados del monte.

Comer para vivir… y para no olvidar

En Chiang Mai tuvimos más suerte con la guía y nos proporcionó experiencias de esas que ahora se demandan tanto para salirse del común de los mortales y colgarlas en el “insta”. A mediados de los años 80 si te querías perder por la Tailandia profunda era muy recomendable ir con amigos locales. Esta forma de viajar nos permitió entrar hasta la cocina de un país verdaderamente increíble. Entendí algo muy simple: en Tailandia, la comida no es solo comida. Es lenguaje, medicina, es consuelo. Me lo dijo una abuela en Chiang Mai, mientras me enseñaba a cortar galanga con la precisión de un samurái. Aquí no te preguntan cómo estás. Te preguntan si ya comiste. Porque comer es estar bien, y no comer es faltar a la vida. Si te estás preguntando qué es la galanga, es una raíz aromática y picante, originaria del sudeste asiático, perteneciente a la familia del jengibre que lo mismo la usan para echarla en la sopa y en los curries que para cortar la diarrea. Todo muy práctico.

En el norte, un día de calor infernal y de humedad extrema, descubrí el cha yen, té tailandés helado con leche condensada. Entró en mi cuerpo como un bálsamo. Naranja brillante, dulce como un pecado menor, refrescante como un chapuzón. Lo bebí en vaso de plástico, con pajita y una sonrisa idiota.

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Cha yen, té tailandés helado con leche condensada.

Pasé una tarde con una familia que me enseñó a preparar laab, —esa ensalada popular de carne picada a base de pollo, vaca, pato o cerdo, saborizado con salsa de pescado y lima sazonada con hierbas frescas y, por supuesto, picante—. Plato nacional de la vecina Laos que parece un error pero que es pura sabiduría. No usaban recetas. Usaban instinto. Todo se medía con la vista, con el oído, con la memoria. Cualquier intento de traducir eso en gramos o mililitros es una falta de respeto.

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Laab, ensalada de cerdo con hierbas y lima.

Mi madre nunca me supo proporcionar recetas con medidas, se limitaba a decirme: “echa la harina que admita”, “ya se entiende el aceite necesario” o “ya se comprende el azúcar que necesitas”. Pura sabiduría. Aunque aquello me arrojase a los leones a la hora de enfrentarme a elaborar algunos de sus maravillosos platos. Con el tiempo entendí que la cocina te habla, solamente hay que pararse a escucharla.

Con el tiempo entendí que la cocina te habla, solamente hay que pararse a escucharla.

Un viaje callejero a través del paladar tailandés

Si hay algo que define el alma de la cocina tailandesa es su calle. En Tailandia se come en la acera, entre motos y faroles de plástico, con cucharas que han vivido más que uno mismo. Bangkok y Chiang Mai son dos epicentros de ese universo callejero, donde el kin len —ese picar algo por placer mientras uno pasea por la calle, sin hambre real, como un juego gustativo constante— se convierte en forma de vida. Comer por antojo, por compartir, por estar.

Y sí, en medio de este caos glorioso, una mujer con gafas de esquiar y un wok volcánico logró hace unos años lo impensable: Jay Fai, la chef callejera más punk del sudeste asiático, consiguió una estrella Michelin sin abandonar su puesto callejero de Bangkok. La única concedida a un street food en todo el país. Dicen que su crab omelette (tortilla con cangrejo) no es solo comida: es epopeya. Es la prueba de que el talento y la pasión no necesitan mantel blanco ni cubiertos de plata para brillar. Lástima que en mi viaje no me topé con ella.

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Puestos callejeros de comida en Bangkok.

Mi travesía se volvió un mapa de sabores y olores. En Bangkok, el mercado de Or Tor Kor me dejó noqueado. Allí vi frutas que parecían sacadas de un laboratorio alienígena, pescados que todavía movían las agallas y curris espesos como magma. No muy lejos, visité el mercado de las flores. Abierto de madrugada, como un susurro perfumado dentro del caos. Jazmines, orquídeas, guirnaldas para templos y una calma que se masticaba.

Visitar Tailandia es hacerle una putada a tu olfato. No descansa ni un momento atacado por olores nuevos que te sacuden sin pedir permiso. La prueba de fuego la tienes en el mercado flotante de Damnoen Saduak, a unas dos horas en coche al oeste de Bangkok.

Allí me encontré con una postal viva que parecía escrita por algún dios juguetón del caos asiático. Barcas de madera antigua flotaban con dignidad por canales estrechos, comandadas por mujeres septuagenarias que cocinaban allí mismo, sobre hornillos temblorosos, como si estuvieran en su cocina y no en medio del agua mientras gritaban precios como si fuera la Bolsa de Tokio. Todo olía a coco, a tamarindo, a pescado ahumado y a mango recién cortado. Pudimos montarnos en una de esas barcas y la experiencia fue increíblemente…invasiva. Me ofrecieron hombro con hombro sopas picantes en cuencos de plástico que humeaban con furia, rollitos fritos envueltos con manos que sabían más de historia que cualquier guía de museo, hasta un postre pegajoso de arroz glutinoso con mango que fue lo único que probé a bordo de aquella especie de piragua de madera temeroso de que volcara y acabáramos en el fondo de aquel canal de aguas turbias.

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Mercado flotante de alimentos en Damnoen Saduak.

Hoy estos mercados son una de las atracciones turísticas más demandas del país, pero durante décadas fueron el corazón palpitante del comercio y el abastecimiento diario. Antes de que las motos y los coches invadieran todo, los tailandeses hacían su vida —y su compra— sobre el agua. Las barcas eran las aceras, los canales eran las avenidas. Comer en Damnoen Saduak no es solo una experiencia pintoresca: es una cápsula del tiempo, un mordisco a lo que fue, un testimonio flotante de un modo de vida que resiste con dignidad y sabor.

En Chiang Mai, el Sunday Night Market fue otra historia. Callejones llenos de humo y bullicio donde probé un delicioso khao soi: fideos crujientes, curry amarillo, pollo que se deshacía. Comí hasta sudar. Y, finalmente, al día siguiente, una tregua al estómago. Nos dimos una vuelta por el famoso Triángulo de Oro entre Tailandia, Laos y Myanmar, donde dicen que encontraron al corrupto de Luis Roldán. Visité un santuario de elefantes que no parecía una cárcel disfrazada, me fotografié con una serpiente al cuello y fuimos en busca de una tribu en la selva que nos juraron de su autenticidad a pesar de poder pagar sus productos de artesanía con la Visa. Terminé el día paseando por un parque de orquídeas. Belleza absoluta. Tailandia te sacude la cabeza pero también sabe acariciar.

Ingredientes que valen más que el oro

El galanga. La hierba limón. El chile ojo de pájaro que casi me mata una tarde en Isaan. El cilantro, omnipresente, tan polarizante como un político en campaña: lo amas o lo odias, pero jamás te deja indiferente. Aquí se usa con generosidad, como una firma verde sobre cada plato. También el kafir lime, con su cáscara rugosa y su perfume de selva húmeda, da carácter a sopas, curris y salsas imposibles. Cada ingrediente tiene alma. Y tiene historia. El tom yum que probé en un puesto callejero me hizo llorar, toser y agradecer la vida en tres segundos. Dolía. Pero también curaba.

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Tom yum de gambas, sopa tailandesa especiada y picante.

También me enfrenté a los insectos fritos. En Isaan los comen como si fueran palomitas. Me ofrecieron grillos, gusanos de bambú, cucarachas de agua. Comí uno. Cerré los ojos. Y descubrí que sabían… a pipas, a proteína. Ni raro, ni repulsivo. Solo distinto. Comer así es dejar de creerte el centro del mundo.

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Puesto de insectos fritos en las calles de Bangkok.

La cocina tailandesa hoy: entre la tradición y el TikTok

Hoy en día, la gastronomía tailandesa se mueve entre dos polos: la tradición profunda y la reinvención contemporánea. Por un lado, las cocinas humildes de barrio, donde las abuelas siguen cocinando como lo hicieron sus madres y abuelas antes que ellas, preservando técnicas y sabores transmitidos de generación en generación. Por otro, una nueva ola de chefs jóvenes, muchos de ellos formados en escuelas europeas, que regresan a casa con una mirada fresca y el deseo de reinterpretar los platos de su infancia sin vaciarlos de sentido.

En Bangkok, propuestas como Le Du, liderada por Ton Tassanakajohn, demuestran que es posible combinar vanguardia y memoria en el mismo plato. Allí, los ingredientes autóctonos son tratados con precisión técnica y sensibilidad contemporánea, dando lugar a una cocina que es tanto sofisticada como profundamente tailandesa. Otro nombre de culto es Bo.lan, el restaurante fundado por Duangporn Songvisava y Dylan Jones. Su propuesta va más allá del plato: es una reivindicación de la sostenibilidad, de la agricultura orgánica local y de la cocina tailandesa como patrimonio cultural vivo. Cada menú en Bo.lan es una experiencia que entrelaza tradición, innovación y conciencia ecológica. Y Sorn, por su parte, eleva la cocina del sur del país a una experiencia sensorial compleja, rica en especias, texturas y narrativas regionales con los mejores ingredientes, provenientes directamente de agricultores y pescadores del sur de Tailandia. Tres estrellas Michelin dan fe de ello.

En el extremo opuesto del espectro de la sofisticación pero no de la excelencia, destaca también el restaurante Suan Thip (sin web), en las afueras de Bangkok. Allí, la cocinera Banyen Ruangsantheia, que no sabe leer ni escribir, prepara con sabiduría ancestral unos legendarios miang kum gleeb bua —bocados envueltos en pétalos de flor de loto rosa con salsa Miang Kum— que resumen en una explosión de sabor siglos de tradición, intuición y memoria oral.

La cocina tailandesa actual es, así, un territorio de tensiones creativas. Entre el respeto por la raíz y la fascinación por la forma. Entre la cucharita de la abuela y la vajilla minimalista del fine dining. Un país donde el TikTok puede convertir un puesto de mercado en fenómeno global, pero donde todavía se fríe con carbón y se cocina con la memoria.

La cocina de la fe

Y si vas, los verás. Señores escuálidos con mirada feliz, vestidos con una túnica naranja, o color azafrán. Esta indumentaria es una de sus escasas pertenencias junto con un cuenco de madera o acero inoxidable con el que recoger las ofrendas con las que se alimentan diariamente. Son miembros de la sangha (comunidad budista) y siguen un estilo de vida basado en las enseñanzas de Buda. Su rutina incluye la práctica de la meditación, el estudio de las escrituras budistas y la búsqueda de comida a través de limosnas (tak bat).

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Monje budista recibiendo una ofrenda en forma de alimento.

¿De qué se alimenta un monje budista (bhikkhu)? Según el precepto de la no violencia, tienen prohibido producir, cosechar o incluso cocinar sus propios alimentos. Dependen exclusivamente de las ofrendas diarias que reciben de la comunidad, lo que convierte al acto de alimentarse en un ejercicio de humildad y conexión espiritual. Caminar por la madrugada en ciudades como Chiang Mai y ver a los monjes descalzos, recogiendo comida en silencio con sus cuencos de limosna, es un recordatorio viviente de cómo la cocina no solo nutre el cuerpo, sino también el alma y la comunidad. Esa simbiosis entre lo sagrado y lo cotidiano impregna también muchas mesas del país, donde comer con conciencia es un acto de fe tanto como de cultura.

Comer en Tailandia: del street food al lujo asiático

He comido por 1 euro en la calle, rodeado de gatos y ruido. He pagado 150 en un restaurante con estrella Michelin. Y en ambos casos me he sentido feliz. Porque aquí no se trata de lujo. Se trata de intención. De corazón. La buena comida en Tailandia no es clasista. Es universal.

Tailandia para mi no fue solo un destino. Fue un espejo. Me vi hambriento, ignorante, curioso. Comí con las manos, sudé entre brasas, lloré con cada bocado picante. Y entendí que en algunos lugares la comida no es una moda, ni un post de Instagram. Es un lenguaje. Una ceremonia. Una forma de estar vivo.

Volví con la lengua entrenada y el corazón más ligero. Y si alguna vez te preguntan por qué viajar… que viajen a Tailandia. Y que coman. Con hambre. Con respeto. Con fuego en la lengua y los ojos bien abiertos. Se llevaran consigo una ración de humildad.

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<h1>Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor</h1>
<h2 class="wp-block-heading">Aterrizar en Bangkok sin aclimatar la mente, te dejara huella</h2>



<p>Si hay un lugar donde la comida no se come: se vive, se suda, se respira, se grita y se ama, ese lugar es Tailandia. Y esto no lo leí en un blog, ni lo vi en un documental de Netflix con narración empalagosa. Lo viví. Lo tragué. Me quemé los labios, el estómago y el alma en cada bocado.</p>



<p>Llegué a <strong>Bangkok</strong> con el cuerpo hecho polvo por el vuelo y la mente llena de clichés. Apenas aterrizamos, el guía —un tipo con mirada de sospecharlo todo—, y digo yo que aprovechándose del maldito<strong><em> jetlag</em></strong>, nos llevó directamente al mercado nocturno de <strong>Patpong</strong>, una zona, en principio de lo más turístico, pero fue inevitable pensar: “Bienvenidos al corazón turbio de la ciudad”. Ahí estaban: los espectáculos eróticos más bizarros que he visto en mi vida —prometo que entramos sin saber dónde nos metía a pesar de que el cartel de aquel antro, <strong>“</strong><em>Lipstick</em><strong>“</strong>, lo gritaba sin tapujos—, las peleas de gallos donde el sudor olía a testosterona y sangre, y combates de <strong><em>Muay Thai </em></strong>improvisados en ring de mala muerte. <strong>No era una postal turística. Era Tailandia lanzándome su primer puñetazo en la cara.</strong></p>



<p>Para volver al hotel, nos subimos a un <strong><em>tuktuk</em></strong>. Ya había escuchado que eran una trampa para turistas, pero si vas a <strong>Tailandia</strong> sin vivir el caos sobre ruedas de uno de esos vehículos suicidas, es como si no hubieras ido. Nos metimos en callejones imposibles, esquivamos motos, camiones y algún que otro perro que cruzaba como si tuviera prioridad divina. En cada curva sentía que mi vida pendía de una bocina y una carcajada del conductor. Adrenalina pura.</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="800" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night-1200x800.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6708" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 17" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night-1200x800.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night-1536x1024.webp 1536w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vehicles-road-night.webp 1920w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption">El popular tuktuk circulando por las calles de Bangkok.</figcaption></figure>



<p>Y luego, la redención. Comí mi primer <strong><em>pad thai </em></strong>en una esquina anodina, con plástico en el suelo y humo en los ojos. Fue como besar a alguien con curry en la boca y prometerle el cielo. También probé<strong><em> khao moo tod</em></strong>, ese cerdo crujiente que parece frito en el fuego del mismísimo infierno. Salí de allí oliendo a ajo, sonriendo como un idiota.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Una historia contada a través de arroz, invasiones y comercio</h2>



<p><strong>Tailandia</strong> no se entiende sin su cocina. Y su cocina no se entiende sin su historia. Lo aprendí escuchando, sin entender, y observando entusiasmado como un niño descubriendo la vida, a un cocinero local mientras preparaba un <strong><em>green curry </em></strong>al que le puso más hierbas que un boticario medieval. Quise entender que cada plato es una huella: de la invasión mongol, de la migración china, de los comerciantes musulmanes, del chile que vino de América pero se quedó como si fuera local.</p>



<p>El arroz es religión aquí. <strong>No es acompañante: es protagonista</strong>. Lo comí glutinoso en el norte, aromático en el sur, fermentado en aldeas donde el agua aún se extrae con poleas. Lo cocinan con reverencia. Alrededor de él giran las salsas infernales, los fermentados que huelen a sudor agrio pero saben a gloria, los vegetales que crujen como si acabaran de ser arrancados del monte.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Comer para vivir… y para no olvidar</h2>



<p>En <strong>Chiang Mai</strong> tuvimos más suerte con la guía y nos proporcionó experiencias de esas que ahora se demandan tanto para salirse del común de los mortales y colgarlas en el <strong><em>“insta”</em></strong>. A mediados de los años 80 si te querías perder por la Tailandia profunda era muy recomendable ir con amigos locales. Esta forma de viajar nos permitió entrar hasta la cocina de un país verdaderamente increíble. <strong>Entendí algo muy simple: en Tailandia, la comida no es solo comida. Es lenguaje, medicina, es consuelo.</strong> Me lo dijo una abuela en <strong>Chiang Mai,</strong> mientras me enseñaba a cortar <strong><em>galanga</em></strong> con la precisión de un samurái. Aquí no te preguntan cómo estás. Te preguntan si ya comiste. <strong>Porque comer es estar bien, y no comer es faltar a la vida. </strong>Si te estás preguntando qué es la <strong><em>galanga</em></strong>, es una raíz aromática y picante, originaria del sudeste asiático, perteneciente a la familia del jengibre que lo mismo la usan para echarla en la sopa y en los curries que para cortar la diarrea. Todo muy práctico.</p>



<p>En el norte, un día de calor infernal y de humedad extrema, descubrí el <strong><em>cha yen</em></strong>, té tailandés helado con leche condensada. Entró en mi cuerpo como un bálsamo. Naranja brillante, dulce como un pecado menor, refrescante como un chapuzón. Lo bebí en vaso de plástico, con pajita y una sonrisa idiota.</p>



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<p>Pasé una tarde con una familia que me enseñó a preparar<em> <strong>laab</strong></em>, —esa ensalada popular de carne picada a base de pollo, vaca, pato o cerdo, saborizado con salsa de pescado y lima sazonada con hierbas frescas y, por supuesto, picante—. <strong>Plato nacional de la vecina Laos que parece un error pero que es pura sabiduría.</strong> No usaban recetas. Usaban instinto. Todo se medía con la vista, con el oído, con la memoria. Cualquier intento de traducir eso en gramos o mililitros es una falta de respeto. </p>



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<p>Mi madre nunca me supo proporcionar recetas con medidas, se limitaba a decirme: <strong>“echa la harina que admita”, “ya se entiende el aceite necesario” </strong>o<strong> “ya se comprende el azúcar que necesitas”</strong>. Pura sabiduría. Aunque aquello me arrojase a los leones a la hora de enfrentarme a elaborar algunos de sus maravillosos platos. Con el tiempo entendí que la cocina te habla, solamente hay que pararse a escucharla.</p>



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<p>Con el tiempo entendí que la cocina te habla, solamente hay que pararse a escucharla.</p>
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<h2 class="wp-block-heading">Un viaje callejero a través del paladar tailandés</h2>



<p>Si hay algo que define el alma de la cocina tailandesa es su calle. En Tailandia se come en la acera, entre motos y faroles de plástico, con cucharas que han vivido más que uno mismo. <strong>Bangkok </strong>y <strong>Chiang Mai </strong>son dos epicentros de ese universo callejero, donde el <strong><em>kin len</em></strong> —ese picar algo por placer mientras uno pasea por la calle, sin hambre real, como un juego gustativo constante— se convierte en forma de vida. Comer por antojo, por compartir, por estar.</p>



<p>Y sí, en medio de este caos glorioso, una mujer con gafas de esquiar y un wok volcánico logró hace unos años lo impensable: <strong>Jay Fai,</strong> la chef callejera más punk del sudeste asiático, consiguió una estrella Michelin sin abandonar su puesto callejero de <strong>Bangkok</strong>. La única concedida a un <strong><em>street food</em></strong> en todo el país. Dicen que su <strong><em>crab omelette</em></strong> (tortilla con cangrejo) no es solo comida: es epopeya. Es la prueba de que el talento y la pasión no necesitan mantel blanco ni cubiertos de plata para brillar. Lástima que en mi viaje no me topé con ella.</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="800" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado-1200x800.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6725" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 20" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado-1200x800.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado-1536x1024.webp 1536w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/gente-comiendo-en-el-puesto-del-mercado.webp 1920w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption">Puestos callejeros de comida en Bangkok.</figcaption></figure>



<p>Mi travesía se volvió un mapa de sabores y olores. En <strong>Bangkok</strong>, el mercado de <strong><em>Or Tor Kor </em></strong>me dejó noqueado. Allí vi <strong>frutas que parecían sacadas de un laboratorio alienígena</strong>, pescados que todavía movían las agallas y curris espesos como magma. No muy lejos, visité el mercado de las flores. Abierto de madrugada, como un susurro perfumado dentro del caos. Jazmines, orquídeas, guirnaldas para templos y una calma que se masticaba.</p>



<p>Visitar Tailandia es hacerle una putada a tu olfato. No descansa ni un momento atacado por olores nuevos que te sacuden sin pedir permiso. La prueba de fuego la tienes en el mercado flotante de <strong><em>Damnoen Saduak</em></strong>, a unas dos horas en coche al oeste de Bangkok.</p>



<p>Allí me encontré con una postal viva que parecía escrita por algún dios juguetón del caos asiático. Barcas de madera antigua flotaban con dignidad por canales estrechos, comandadas por mujeres septuagenarias que cocinaban allí mismo, sobre hornillos temblorosos, como si estuvieran en su cocina y no en medio del agua mientras gritaban precios como si fuera la Bolsa de Tokio. <strong>Todo olía a coco, a tamarindo, a pescado ahumado y a mango recién cortado</strong>. Pudimos montarnos en una de esas barcas y la experiencia fue increíblemente…invasiva. Me ofrecieron hombro con hombro sopas picantes en cuencos de plástico que humeaban con furia, rollitos fritos envueltos con manos que sabían más de historia que cualquier guía de museo, hasta un postre pegajoso de arroz glutinoso con mango que fue lo único que probé a bordo de aquella especie de piragua de madera temeroso de que volcara y acabáramos en el fondo de aquel canal de aguas turbias.</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="799" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante-1200x799.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6726" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 21" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante-1200x799.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante-1536x1023.webp 1536w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/vendedores-que-venden-alimentos-en-el-mercado-flotante.webp 1920w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption">Mercado flotante de alimentos en <strong><em>Damnoen Saduak</em></strong>.</figcaption></figure>



<p>Hoy estos mercados son una de las atracciones turísticas más demandas del país, pero durante décadas fueron el corazón palpitante del comercio y el abastecimiento diario. Antes de que las motos y los coches invadieran todo, los tailandeses hacían su vida —y su compra— sobre el agua. Las barcas eran las aceras, los canales eran las avenidas. Comer en <strong><em>Damnoen Saduak</em></strong> no es solo una experiencia pintoresca: es una cápsula del tiempo, un mordisco a lo que fue, un testimonio flotante de un modo de vida que resiste con dignidad y sabor.</p>



<p>En Chiang Mai, el <strong><em>Sunday Night Market </em></strong>fue otra historia. Callejones llenos de humo y bullicio donde probé un delicioso <strong><em>khao soi</em></strong>: fideos crujientes, curry amarillo, pollo que se deshacía. Comí hasta sudar. Y, finalmente, al día siguiente, una tregua al estómago. Nos dimos una vuelta por el famoso <strong>Triángulo de Oro</strong> entre <strong>Tailandia, Laos y Myanmar</strong>, donde dicen que encontraron al corrupto de Luis Roldán. Visité un santuario de elefantes que no parecía una cárcel disfrazada, me fotografié con una serpiente al cuello y fuimos en busca de una tribu en la selva que nos juraron de su autenticidad a pesar de poder pagar sus productos de artesanía con la Visa. Terminé el día paseando por un parque de orquídeas. Belleza absoluta. Tailandia te sacude la cabeza pero también sabe acariciar.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Ingredientes que valen más que el oro</h2>



<p>El <strong>galanga</strong>. La <strong>hierba limón</strong>. El <strong>chile ojo de pájaro</strong> que casi me mata una tarde en <strong>Isaan</strong>. El cilantro, omnipresente, tan polarizante como un político en campaña: lo amas o lo odias, pero jamás te deja indiferente. Aquí se usa con generosidad, como una firma verde sobre cada plato. También el <strong>kafir lime</strong>, con su cáscara rugosa y su perfume de selva húmeda, da carácter a sopas, curris y salsas imposibles. Cada ingrediente tiene alma. Y tiene historia. El <strong><em>tom yum </em></strong>que probé en un puesto callejero me hizo llorar, toser y agradecer la vida en tres segundos. Dolía. Pero también curaba.</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="800" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/35451-1200x800.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6729" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 22" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/35451-1200x800.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/35451-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/35451-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/35451.webp 1500w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption"><strong>Tom yum</strong> de gambas, sopa tailandesa especiada y picante.  </figcaption></figure>



<p>También me enfrenté a los insectos fritos. En <strong>Isaan </strong>los comen como si fueran palomitas. Me ofrecieron grillos, gusanos de bambú, cucarachas de agua. Comí uno. Cerré los ojos. Y descubrí que sabían… a pipas, a proteína. Ni raro, ni repulsivo. Solo distinto. Comer así es dejar de creerte el centro del mundo.</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="800" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/11840-1200x800.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6733" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 23" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/11840-1200x800.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/11840-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/11840-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/11840.webp 1500w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption">Puesto de insectos fritos en las calles de Bangkok.</figcaption></figure>



<h2 class="wp-block-heading">La cocina tailandesa hoy: entre la tradición y el TikTok</h2>



<p>Hoy en día, la gastronomía tailandesa se mueve entre dos polos: <strong>la tradición profunda y la reinvención contemporánea</strong>. Por un lado, las cocinas humildes de barrio, donde las abuelas siguen cocinando como lo hicieron sus madres y abuelas antes que ellas, preservando técnicas y sabores transmitidos de generación en generación. Por otro, una nueva ola de chefs jóvenes, muchos de ellos formados en escuelas europeas, que regresan a casa con una mirada fresca y el deseo de reinterpretar los platos de su infancia sin vaciarlos de sentido.</p>



<p>En<strong> Bangkok</strong>, propuestas como <strong><a href="https://ledubkk.com/" target="_blank" rel="noopener">Le Du</a></strong>, liderada por <strong>Ton Tassanakajohn</strong>, demuestran que es posible combinar vanguardia y memoria en el mismo plato. Allí, los ingredientes autóctonos son tratados con precisión técnica y sensibilidad contemporánea, dando lugar a una cocina que es tanto sofisticada como profundamente tailandesa. Otro nombre de culto es <strong><a href="https://www.bolan.co.th/" target="_blank" rel="noopener">Bo.lan</a></strong>, el restaurante fundado por <strong>Duangporn Songvisava </strong>y<strong> Dylan Jones</strong>. Su propuesta va más allá del plato: es una reivindicación de la sostenibilidad, de la agricultura orgánica local y de la cocina tailandesa como patrimonio cultural vivo. Cada menú en <strong>Bo.lan</strong> es una experiencia que entrelaza tradición, innovación y conciencia ecológica. Y <strong><a href="https://sornfinesouthern.com/" target="_blank" rel="noopener">Sorn</a></strong>, por su parte, eleva la cocina del sur del país a una experiencia sensorial compleja, rica en especias, texturas y narrativas regionales con los mejores ingredientes, provenientes directamente de agricultores y pescadores del sur de Tailandia. Tres estrellas Michelin dan fe de ello. </p>



<p>En el extremo opuesto del espectro de la sofisticación pero no de la excelencia, destaca también el restaurante <strong>Suan Thip</strong> (sin web), en las afueras de <strong>Bangkok</strong>. Allí, la cocinera <strong>Banyen Ruangsantheia</strong>, que no sabe leer ni escribir, prepara con sabiduría ancestral unos legendarios <em><strong>miang kum gleeb bua</strong></em> —bocados envueltos en pétalos de flor de loto rosa con salsa <strong><em>Miang Kum</em></strong>— que resumen en una explosión de sabor siglos de tradición, intuición y memoria oral.</p>



<p>La cocina tailandesa actual es, así, un territorio de tensiones creativas. Entre el respeto por la raíz y la fascinación por la forma. Entre la cucharita de la abuela y la vajilla minimalista del <strong><em>fine dining</em></strong>. Un país donde el TikTok puede convertir un puesto de mercado en fenómeno global, pero donde todavía se fríe con carbón y se cocina con la memoria.</p>



<h2 class="wp-block-heading">La cocina de la fe</h2>



<p>Y si vas, los verás. Señores escuálidos con mirada feliz, vestidos con una túnica naranja, o color azafrán. Esta indumentaria es una de sus escasas pertenencias junto con un cuenco de madera o acero inoxidable con el que recoger las ofrendas con las que se alimentan diariamente. Son miembros de la <strong><em>sangha</em></strong> (comunidad budista) y siguen un estilo de vida basado en las enseñanzas de <strong>Buda</strong>. Su rutina incluye la práctica de la meditación, el estudio de las escrituras budistas y la búsqueda de comida a través de limosnas (<strong><em>tak bat</em></strong>).</p>



<figure class="wp-block-image size-large"><img loading="lazy" decoding="async" width="1200" height="800" src="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/1171-1200x800.webp" alt="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor" class="wp-image-6735" title="Imagen de Destino gastronómico Tailandia: del cuenco de los monjes a la cocina de autor 24" srcset="https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/1171-1200x800.webp 1200w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/1171-900x600.webp 900w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/1171-768x512.webp 768w, https://geogastronomica.com/wp-content/uploads/2025/06/1171.webp 1500w" sizes="auto, (max-width: 1200px) 100vw, 1200px" /><figcaption class="wp-element-caption">Monje budista recibiendo una ofrenda en forma de alimento.</figcaption></figure>



<p><strong>¿De qué se alimenta un monje budista (bhikkhu)?</strong> Según el precepto de la no violencia, tienen prohibido producir, cosechar o incluso cocinar sus propios alimentos. Dependen exclusivamente de las ofrendas diarias que reciben de la comunidad, lo que convierte al acto de alimentarse en un ejercicio de humildad y conexión espiritual. Caminar por la madrugada en ciudades como <strong><em>Chiang Mai</em></strong> y ver a los monjes descalzos, recogiendo comida en silencio con sus cuencos de limosna, es un recordatorio viviente de cómo la cocina no solo nutre el cuerpo, sino también el alma y la comunidad. Esa simbiosis entre lo sagrado y lo cotidiano impregna también muchas mesas del país, donde comer con conciencia es un acto de fe tanto como de cultura.</p>



<h2 class="wp-block-heading">Comer en Tailandia: del street food al lujo asiático</h2>



<p>He comido por 1 euro en la calle, rodeado de gatos y ruido. He pagado 150 en un restaurante con estrella Michelin. Y en ambos casos me he sentido feliz. Porque aquí no se trata de lujo. Se trata de intención. De corazón. La buena comida en Tailandia no es clasista. Es universal.</p>



<p>Tailandia  para mi no fue solo un destino. Fue un espejo. Me vi hambriento, ignorante, curioso. Comí con las manos, sudé entre brasas, lloré con cada bocado picante. Y entendí que en algunos lugares la comida no es una moda, ni un post de Instagram. Es un lenguaje. Una ceremonia. Una forma de estar vivo.</p>



<p>Volví con la lengua entrenada y el corazón más ligero. Y si alguna vez te preguntan por qué viajar… que viajen a Tailandia. Y que coman. Con hambre. Con respeto. Con fuego en la lengua y los ojos bien abiertos. Se llevaran consigo una ración de humildad.</p>



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<p>Este artículo fue publicado originalmente en <a href="https://geogastronomica.com/">GEOgastronómica</a>. Lea el <a href="https://geogastronomica.com/destino-gastronomico-tailandia-del-cuenco-de-los-monjes-a-la-cocina-de-autor/">original</a>.</p></div>
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