Gastro Guía de Nueva York 2025: sabores que definen a la Gran Manzana
Sabores del mundo en una sola ciudad. Descubre los mejores restaurantes, mercados y pastelerías en esta guía gourmet definitiva para NYC.
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Hablar de la gastronomía en Nueva York es sumergirse en un mar de historias cruzadas, migraciones constantes y paladares en perpetua transformación. La ciudad —multitudinaria, cambiante, impredecible— ofrece una experiencia culinaria que nunca es la misma para dos personas. En apenas unas manzanas, podemos pasar de un restaurante tailandés tradicional, con currys servidos como en Chiang Mai, a un deli judío con pastrami ahumado durante 48 horas, pasando por una taquería de barrio donde los tacos de lengua rivalizan con los de cualquier esquina del DF. Nueva York no solo acoge cocinas del mundo: las reinventa, las mezcla y las lleva al límite.
En los últimos años, la escena gastronómica neoyorquina ha vivido una evolución significativa. Las grandes casas de alta cocina han mantenido su estatus, pero la verdadera revolución viene de abajo: cocineros inmigrantes que ahora tienen voz, foodies locales que exigen trazabilidad y productos de cercanía, y una generación de chefs jóvenes obsesionados con recuperar lo auténtico. Brooklyn se ha convertido en el epicentro de una gastronomía más ética, más vegetal, más emocional. Queens, por su parte, sigue siendo un museo viviente de las cocinas del mundo. Y Manhattan, con sus lujos y sus luces, ahora también mira con curiosidad hacia los fermentados coreanos, el ramen regional japonés o el baklava armenio.
Posiblemente el peor hot dog callejero que me he comido en la vida fue en Manhattan, a mediados de los años 90. Tenía esa idea romántica, casi cinematográfica, de los carritos humeantes en las esquinas, el vendedor con acento neoyorquino, el pan suave y la salchicha jugosa. Pero la realidad me recibió con un pan reseco, una salchicha tibia y un exceso de mostaza que me dejó más decepcionado que satisfecho. Supongo que iba con las expectativas demasiado altas, influenciado por todas esas películas que vendían el American dream en versión comestible. Hoy, por suerte, las cosas han cambiado mucho. Platos como la clásica New York slice —esa porción de pizza perfecta, doblada entre los dedos como debe ser— siguen marcando identidad. El pastrami on rye, el hot dog de carrito (sí, incluso ese ha evolucionado), el bagel con lox y el cheesecake del Upper East Side forman parte del inconsciente colectivo gastronómico de la ciudad. Pero lo que realmente hace única a esta metrópolis es su capacidad para que un taco de birria en Jackson Heights o un ceviche nikkei en Harlem también formen parte de esa tradición. Nueva York es la única ciudad donde puedes probar el mundo sin cruzar fronteras, pero con el paladar alerta.
Restaurantes de alta cocina: templos del sabor que cuentan historias
En una ciudad tan competitiva como Nueva York, llegar a la cúspide gastronómica no es solo cuestión de técnica: es resistencia, narrativa y, sobre todo, personalidad. Le Bernardin, por ejemplo, es mucho más que mariscos ejecutados a la perfección; es el reflejo del refinamiento francés destilado por el chef Eric Ripert, quien transforma lo marino en poesía sin caer en clichés. Comer allí es como leer a Marguerite Duras: etéreo, elegante, preciso.
Muy distinto es el estilo de Eleven Madison Park, donde la cocina vegetal de Daniel Humm ha convertido lo aparentemente simple —una zanahoria fermentada, un caldito vegetal, una remolacha— en un acto de alto arte. El restaurante, una joya arquitectónica Art Deco frente a Madison Square Park, ha sido criticado y aplaudido a partes iguales por su giro vegano. Pero quienes han comido allí coinciden en que el menú degustación se vive como una meditación sensorial.
Masa, en el Time Warner Center, es probablemente el sushi más caro del continente. Aquí no hay menú: solo la fe ciega en el omakase de Masa Takayama. El arroz llega tibio, los pescados parecen disolverse en silencio. Un cliente japonés que conocimos comentó: “Aquí el sushi no se come, se escucha”.
Per Se, de Thomas Keller, sigue fiel a su formato clásico: ingredientes exquisitos, presentaciones minimalistas, sabores largos y estructurados. Comer aquí es rendirse al viejo lujo sin nostalgia. Y luego está Atomix, un restaurante coreano de 2 estrellas Michelin que se disfruta como una coreografía perfecta de técnica, calidez y diseño. Cada plato viene con una pequeña tarjeta ilustrada, que no solo explica ingredientes, sino también raíces culturales. Un gesto precioso en una ciudad que a veces olvida de dónde vienen las cosas.
Si lo que se busca es sentir la experiencia, está el restaurante One Dine del One World Observatory. A 380 metros de altura, en la cúspide del One World Trade Center, la vista sigue siendo el verdadero plato fuerte. Como antes lo fue en Windows on the World, aquel mítico restaurante que coronaba la Torre Norte del World Trade Center hasta su trágica desaparición el 11 de septiembre de 2001. Recuerdo haber estado ahí un par de años antes, mi primer gran viaje, más joven, con los ojos muy abiertos y el alma aún más. El horizonte parecía infinito, como si Nueva York fuera indestructible.
Recuerdo haber estado ahí un par de años antes, mi primer gran viaje, más joven, con los ojos muy abiertos y el alma aún más. El horizonte parecía infinito, como si Nueva York fuera indestructible.
Hoy, el nuevo restaurante intenta replicar aquel encanto, pero hay algo que no vuelve. La comida es correcta, sin más—una carta bien ejecutada, pensada para complacer a los visitantes de paso más que para desafiar al paladar. Pero uno no sube hasta aquí para la cena. Se sube por la emoción, por esa mezcla de vértigo y reverencia, por esa necesidad tan humana de mirar desde lo más alto y creer, aunque sea por un momento, que todo sigue en pie.

Windows on the World tenía algo más íntimo, más dorado por el recuerdo. El One World Observatory es luminoso, moderno, casi futurista, pero no puede evitar vivir a la sombra de lo que fue. Hoy merece la pena comer junto a los ventanales que miran al Hudson y brindar en silencio por aquella otra mesa, por otra época, por una ciudad que se reinventa sin olvidar del todo lo que perdió.
Comer bien sin romper la billetera: el sabor del barrio
En Nueva York, comer barato no es sinónimo de mediocridad. Es, en muchos casos, una puerta a historias familiares, a recetas con alma y a barrios con identidad. Es el caso de Joe’s Pizza, en Carmine Street, lleva décadas sirviendo porciones que no han cambiado ni en tamaño ni en sabor. A sus casi 80 años, Joe Pozzuoli sigue siendo el propietario del restaurante que él mismo fundó en 1975 en el corazón de Greenwich Village.
En el vecino barrio del East Village se encuentra el Veselka, aquí las empanadas ucranianas (vareniky) con crema agria y las sopas de remolacha se sirven como si fuera un domingo en Kiev. El restaurante, abierto 24 horas, ha sido refugio de artistas, activistas y migrantes desde 1954. El aroma a repollo cocido y eneldo es casi tan icónico como el mural de su fachada.
Atención a los amantes del pastrami, el Katz’s Delicatessen merece un párrafo propio: el pastrami se corta a mano, grueso, y se sirve caliente sobre pan de centeno, por supuesto con mostaza y pepinillos agridulces. Una maravillosa locura para los amantes de este clásico de la cocina judío-americana. Uno siente que ha viajado en el tiempo. En cada mesa se escuchan acentos distintos, como en todo Manhattan, pero el ritual del primer mordisco es igual para todos.

Más reciente, pero igual de querido, es Los Tacos No. 1, en Chelsea Market. Fundado por tres amigos —uno mexicano, otro californiano y otro neoyorquino—, el lugar ofrece tacos al pastor que giran en trompo y tortillas hechas a mano. A estos tres amigos el invento se les fue de las manos y hoy están a punto de abrir el décimo establecimiento en la ciudad de los rascacielos.
No quiero dejar fuera de esta incompleta lista el Xi’an Famous Foods, nacido en el sótano de un pequeño supermercado en Queens. Hoy, también tiene varias sedes, sus noodles picantes, masticables y aromáticos, siguen siendo uno de los mejores ejemplos de comida callejera elevada a culto urbano. Sus fideos biang-biang hechos al momento, los dumplings bañados en una deliciosa salsa especial para mojar o un refrescante liang pi (fideos caseros de harina de trigo) con un toque avinagrado transportan al comensal a Xi’an, la antigua capital de China.
Comida callejera: el corazón palpitante del gusto urbano
Pocos placeres en Nueva York igualan al de comer de pie, en plena acera, con el vapor de un gyro en invierno o el picante de un chicken over rice corriendo por la garganta. La ciudad está hecha para comer al paso, pero eso no significa comer mal. The Halal Guys, que empezaron con un simple carrito en la 53 con 6ª Avenida, se han convertido en un fenómeno global, pero el puesto original sigue teniendo algo especial. El arroz especiado, la carne jugosa, la mítica salsa blanca elaborada con jugo de limón, perejil seco, vinagre blanco, crema agria y mayonesa.

King of Falafel & Shawarma, en Astoria, sirve, como su nombre indica, esas croquetas de garbanzos o habas especiadas y shawarma, que viene a ser kebab, son lo mismo, lo único que cambia es la procedencia de la palabra. Su chef, Freddy Zeideia, ganó varios premios de comida urbana combinando la tradición palestina y la hospitalidad callejera.
En Jackson Heights, el puesto de Arepa Lady, fundado por una jueza colombiana y cofundadora de la Universidad Autónoma de Medellín que cocinaba para pagar los estudios de sus hijos, ofrece arepas de queso que se derriten con solo mirarlas. Su historia emociona tanto como sus platos.
Otro clásico es Korilla BBQ, un camión de comida coreano-americana que revolucionó los tacos con bulgogi y kimchi. Por unos 15 euros puedes tomarte un teriyaki de salmón o de wagyu. Lo fundaron unos estudiantes de Columbia cansados de la cafetería universitaria. Hoy, hay noches donde la fila llega hasta la otra manzana.
Y si uno busca algo verdaderamente único, está Birria-Landia, en Queens, donde el consomé humeante y los tacos de birria (tipo de barbacoa del occidente de México de carne de carnero, res o chivo) con tortilla crocante generan adicción. Cada noche parece un festival. La música, la grasa en los dedos, el olor ahumado: esto es Nueva York sin filtro.
Cafés y bares: rincones para quedarse a vivir
En una ciudad donde todo va deprisa, los cafés se han convertido en pequeñas burbujas de pausa. Café Lalo, con su atmósfera parisina y vitrinas repletas de tartas, fue inmortalizado en Tienes un e-mail. Hoy, sigue siendo un refugio donde leer a Capote mientras se sorbe un capuchino denso y bien espumoso. Si quieres dártelas de intelectual, di por ahí que frecuentas el Lalo.
Los amantes del café querrán aparecer por cualquiera de los Birch Coffee que salpican la ciudad. De nuevo dos amigos, Jeremy y Paul se inspiraron para crear un pequeño templo para el paladar y crearon el suyo, su propio café. Aseguran que en un mundo invadido por smartphones y canales de noticias, querían un negocio “donde las personas fueran lo primero” y convirtieron ese sueño en una historia de éxito en Nueva York.
En el terreno de los bares, The Dead Rabbit, en el distrito financiero, combina la estética de un pub irlandés con una carta de cócteles premiada. El nombre del bar se quedó en accésit. Please Don’t Tell (PDT), escondido tras una cabina telefónica dentro de una tienda de perritos calientes, recuerda a un speakeasy, aquellos bares clandestinos que surgieron en los Estados Unidos durante la Ley Seca. Mezcla de nostalgia y vanguardia.
Termino este bloque barista por todo lo alto, que es lo que se espera de la ciudad de los rascacielos. Si buscamos una vista que quite el aliento, hay que subir al rooftop de Westlight, en Williamsburg. Al caer el sol, mientras suena soul por los altavoces y se sirve un negroni perfectamente balanceado o un Albariño Do Ferreiro 2021 de Rías Baixas, uno entiende por qué este bar ha conquistado a locales y visitantes por igual.

Reposterías y pastelerías: un paseo entre vitrinas de azúcar y mantequilla
Hay algo profundamente emocional al entrar a una pastelería en Nueva York. Tal vez sea el olor a mantequilla recién horneada, el ritmo constante del horno o el murmullo de clientes pidiendo “una más” sin culpa. Magnolia Bakery, en Bleecker Street, es sinónimo de nostalgia. Su banana pudding, dulce y aterciopelado, ha hecho llorar a más de un comensal (literalmente). Los cupcakes, esponjosos y no demasiado dulces, se decoran con una estética vintage que evita la cursilería.
En Levain Bakery, el espectáculo son las galletas: enormes, calientes, con el centro suave como lava de chocolate. Comerse una mientras se camina por Central Park es casi un rito de iniciación neoyorquino. Su famosa galleta de limón “is back” rezaba hace unos días su página web. Quienes trabajan allí aseguran que cada receta pasa por semanas de pruebas y que los ingredientes se seleccionan como si fueran oro.
Dominique Ansel Bakery, en SoHo, es un laboratorio de repostería moderna. El creador del cronut (mitad croissant, mitad donut) sigue sorprendiendo con ideas como la cookie shot, una galleta tibia con chispas de chocolate con forma de vaso de chupito, rellena con leche de vainilla tahitiana casera infusionada en frío, o los frozen s’mores en palito, un centro de helado de vainilla de Tahití cubierto en feuilletine de chocolate crujiente, envuelto en malvavisco de miel que se quema al momento y se sirve en una rama de madera de sauce ahumado para lograr esa máxima bondad de fogata. ¿Qué tal? Hay algo juguetón, casi infantil, en su propuesta, pero con técnica impecable de alta escuela francesa.
Y no puedo dejar de mencionar Breads Bakery, en Union Square. Su babka de chocolate, trenzada a mano y glaseada con almíbar, ha sido llamada “la mejor de Nueva York”. El local huele a infancia, a levadura, a hogar. Muchos dicen que allí los lunes no duelen tanto.
Mercados gastronómicos: templos de diversidad con alma comunitaria
Los mercados de Nueva York son mucho más que lugares para comer: son escenarios de la vida urbana, puntos de encuentro entre culturas, y, en muchos casos, el trampolín de pequeños emprendedores. Chelsea Market, instalado en la antigua fábrica de galletas Nabisco, la creadora de las galletas Oreo, es un laberinto de aromas: ceviches peruanos, pan asiático al vapor, tacos coreanos y ostras recién abiertas. Se respira globalidad sin artificios.
En el Essex Market, en el Lower East Side, se percibe un pulso más de barrio. Los comerciantes se saludan por su nombre, los puestos tienen historia. Puedes encontrar desde quesos artesanales hasta arepas venezolanas o un invento que apostaría que está a punto de cruzar el charco hacia este lado, la empanada de hamburguesa con queso, uno de los platos más populares del Essex Market. Así es Nueva York, no juzga, tampoco en los fogones.
En Brooklyn, Time Out Market ofrece una selección cuidada de lo mejor del distrito: pizza napolitana, brisket ahumado, noodles artesanales y cócteles en una terraza panorámica. Y si lo que se busca es autenticidad y multiculturalidad, Queens Night Market, en Flushing, es una fiesta: desde pinchos filipinos hasta pastelitos de Guyana, la experiencia es sensorial, barata y brutalmente honesta.
Eventos gastronómicos: ferias, festivales y exaltaciones al buen comer
Durante todo el año, Nueva York celebra su diversidad culinaria a través de eventos que van mucho más allá de la comida: son encuentros culturales, fiestas colectivas, espacios de comunidad. El NYC Wine & Food Festival, patrocinado por Food Network, reúne a chefs mediáticos, amantes del vino y foodies de todo el país. Hay talleres, catas, cenas privadas y brunches benéficos. Una celebración del exceso, pero también de la generosidad (lo recaudado va a bancos de alimentos).
El Smorgasburg de Williamsburg es un clásico de los fines de semana. Más de 100 puestos con propuestas que van desde baos de pato hasta donuts veganos. Todo se come con las manos, con vistas al East River y al skyline. No hay mesas, pero sí mantas en el suelo, bebés en cochecitos y jóvenes con cámaras vintage.
El Festival de Comida Griega de Astoria es otro favorito, con música en vivo, loukoumades recién hechos y ancianas que cocinan moussaka como en Salónica pero en Astoria, el barrio griego cn mas sabor de EEUU. También destaca el Festival de Sopes y Tacos en Corona, impulsado por colectivos de migrantes mexicanos, donde cada cocinera representa a su estado.
Más allá de lo comercial, estos eventos reflejan lo que realmente mueve la cocina neoyorquina: la emoción de compartir algo propio, la voluntad de alimentar bien y el orgullo de los orígenes.
Viajar con el paladar en la ciudad que nunca se sacia
Visitar Nueva York con hambre es una excelente idea. Aquí cada bocado puede ser una celebración cultural o simplemente un momento de placer puro. No hay una sola Nueva York gastronómica, sino miles de ellas superpuestas, en diálogo constante. La ciudad cambia de sabor cada año, cada estación, cada generación. Pero algo permanece: la pasión con la que se cocina, se come y se recuerda.
Volver a casa con el estómago lleno no es difícil. Lo realmente complicado es irse sin querer quedarse a vivir en cada plato.
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