Desde Nordkapp hasta Oslo: lo que come Noruega cuando nadie la está mirando (y por qué deberías probarlo)
Trucha fermentada, carne de ballena y sopa de espinas: esta no es la Escandinavia que viste en Instagram.
Índice
Una historia culinaria forjada por la necesidad
No se viene a Noruega buscando caviar iraní ni trufas negras de Périgord. No, a este filo del mundo se llega con hambre de otra cosa: de autenticidad. De mares fríos que huelen a salmuera y vísceras de pescado, de tierras que tardan en descongelarse y cuando lo hacen te escupen unos ingredientes con una fuerza que no admite lágrimas.
La historia gastronómica de Noruega no es un cuento de hadas nórdico, sino una saga ruda escrita con cuchillos de pesca, escasez, migraciones y un clima que no perdona. Los vikingos no comían por placer; comían para sobrevivir. Y esa memoria sigue viva. El tørrfisk (bacalao seco), el rakfisk (trucha fermentada) o el brunost (ese queso marrón que desafía la definición de lo que se puede llamar queso) no nacieron de una inquietud gourmet. Nacieron de la necesidad. Y eso, paradójicamente, los hace más honestos que muchas cocinas de estrella Michelin.
En Noruega no hay sobremesas eternas ni celebraciones ruidosas. Hay fuego lento, platos calientes, pan de centeno, y la certeza de que la comida buena es la que no necesita explicación. Para los nórdicos, sentarse a la mesa no es un evento social en el sentido mediterráneo. Es algo sólido, que se hace sin aspavientos. La cocina noruega, como su gente, es contenida. Pero debajo de esa superficie estoica hay un universo de sabores profundos que te invitamos a descubrir.
Trucha maloliente, bacalao y queso dulce: una dieta sin miedo
Si hay algo en la cocina de Noruega que se venera es el bacalao. Es el Zeus de su Olimpo gastronómico. Y su altar principal está en las Lofoten, ese archipiélago que parece salido de una postal vikinga con esteroides. El skrei, bacalao ártico migratorio, se pesca en invierno y se trata con una devoción casi religiosa. A veces lo secan al viento como antaño, a veces lo sirven con puré de guisantes y mantequilla marrón, —una emulsión rica y tostada obtenida al cocer lentamente la mantequilla hasta que los sólidos lácteos se caramelizan, adquiriendo un sabor profundo a nuez—, y otras lo fermentan, recordando que esta vieja técnica de conservación sigue estando vigente.
Aunque la reina de la fermentación es el rakfisk, todo un test para estómagos valientes: trucha cruda, fermentada durante meses en barriles. Su aroma es fuerte, punzante, y no apto para narices impresionables, aunque no llega al nivel de brutalidad del surströmming sueco, ese arenque fermentado cuya lata abierta puede desalojar un estadio. Un bocado que huele como una pelea entre una pescadería y un cubo de basura, pero que en boca sorprende con una acidez envolvente y un toque de umami de otro mundo. Es tan nórdico como un hacha de guerra.
Y luego está el brunost, ese queso dulce que parece caramelo y sabe a infancia mal entendida. El brunost, o queso marrón, no es técnicamente un queso: se elabora al hervir suero de leche de cabra (o una mezcla con leche de vaca) hasta que los azúcares naturales se caramelizan, dándole su característico color tostado y un sabor dulce, denso y ligeramente salado. Su textura es firme, casi como una tableta de chocolate, y se corta en láminas finas con una lira de queso. Lo odias o lo amas. En una rebanada de pan negro con mantequilla, frente a un paisaje nevado, tiene todo el sentido del mundo.
De Honningsvåg a Oslo: viaje por las entrañas comestibles de Noruega
Llegamos a Honningsvåg, el punto habitado más al norte del continente, como quien entra a un universo paralelo. El frío es tan seco que parece morder. Nos refugiamos en el Artico Ice Bar, un lugar tan absurdo como fascinante: chupitos de vodka servidos en vasos de hielo dentro de una sala helada donde el silencio se puede cortar con cuchillo. El cuerpo grita calor. La boca se congela. Y las paredes de hielo se resisten a derretirse a ritmo de respiraciones humanas. Un lugar efímero que cada año se renueva con la llegada de la época invernal. Allí nos recibieron Gloria y José, dos españoles que lo regentan con ese estoicismo nórdico aprendido por inmersión, pero con la calidez de quien entiende el hambre ajena. Nos abrieron el bar fuera del horario habitual porque nuestro vuelo se había retrasado por una huelga de controladores en Francia —cuando un francés decide hacer huelga no se anda con tontadas— y no teníamos más margen. Fue un gesto simple, pero en esas latitudes heladas, los gestos simples son monumentos.


Desde allí, rumbo a Cabo Norte, el fin del mundo noruego. Cabo Norte, o Nordkapp en noruego, es conocido como el punto más septentrional de Europa continental al que se puede llegar por carretera, y es famoso por su impresionante acantilado de 307 metros sobre el mar. En esa llanura desolada donde los renos pastan como sombras, uno entiende que la belleza aquí no es una postal: es una sacudida. Comimos pan polar, un tipo de pan plano, suave y ligeramente dulce que se conserva durante mucho tiempo sin secarse —ideal para largas travesías por tierras frías—, con salmón curado y mostaza dulce en un refugio que olía a humo y nostalgia.

Tromsø nos recibe tras atravesar un túnel con rotondas subterráneas que parecen sacadas de un sueño psicodélico. Allí, en el Fiskekompaniet, un restaurante que huele a algas frescas y acero inoxidable, probamos el cangrejo de las nieves al natural, un crustáceo que habita en aguas frías del océano Ártico y el Atlántico Norte. Su carne es muy apreciada por su sabor dulce y delicado, y es considerada una exquisitez en la gastronomía. Para más adelante del viaje dejamos el gran cangrejo real, el famoso King Crab del norte.

En Andenes, el sol de medianoche te vuelve loco. Es tan maravilloso como inquietante. En la zona es posible ver sin esfuerzo ballenas emergiendo con la lentitud de un dios nórdico despertando de la siesta. Aquella noche, en una cabaña de pescadores, cenamos sopa de pescado espesa como una novela rusa. Un caldo de espinas, leche y mantequilla que sabía a casa, aunque estuviéramos a más de 4.000 kilómetros de la nuestra.

Tras una ruta en coche por Sortland y Henningsvær descansamos en el hotel Villa Bryggekanten. Allí nos ofrecieron comer carne de ballena. Y lo hicimos. Se trata de una especie de ballena minke cuya población es estable y no se encuentra en peligro de extinción, lo que permite su caza dentro de cuotas anuales estrictamente reguladas por el gobierno noruego. La carne, comparada a menudo con la de res por su textura y sabor intensos, fue servida sellada como un filete, con costra de especias y acompañada de remolacha, salsa a la pimienta y espárragos trigueros. Intensa, marina, casi metálica. Una experiencia que no admite tibiezas.
En las islas Lofoten nos convertimos en peregrinos del bacalao. Durante los meses fríos, las Lofoten se transforman en el epicentro de la pesca del skrei, el bacalao ártico migratorio que llega desde el mar de Barents para desovar. Su captura es artesanal, con técnicas que se remontan a siglos atrás, y tras la pesca, los peces son colgados al aire libre en secaderos de madera, dejándolos curar con el viento salado durante meses. El resultado: un bacalao seco, fibroso y de sabor potente, que forma parte del alma misma de la gastronomía noruega. Te lo puedes encontrar en los super de Noruega dentro de bolsas de snacks. A las gaviotas les vuelven locas.
Estas islas, de siluetas dramáticas y montañas que emergen del mar como colmillos de granito, parecen diseñadas por un vikingo en plena ebriedad. Las aldeas de casas rojas salpican la costa como notas en una partitura de silencio ártico. Sus luces, su clima cambiante, su belleza cruda e impredecible te sacuden más que mil postales de viaje. Recorrimos Vestvågøya, Eggum, Offersøya, Flakstadøya, Møkenesøya y Kabelvåg —casi no acabo esta frase—, donde nos detuvimos frente a la iglesia de Vågan, que se levanta como un faro gótico entre tanta pequeña casa de madera.

Desde Svolvær volamos a Stavanger. Un crucero por los fiordos nos llevó hasta el archiconocido Púlpito, ese saliente de roca que desafía a los más insensibles. Es imposible no estremecerse y no sufrir el “síndrome del viajero” al asimilar una belleza tan descomunal como los acantilados que te rodean y que podrían tragarse un crucero entero sin eructar. Llegar hasta el Púlpito, o Preikestolen, no es difícil, pero tampoco es una caminata de paseo: la ruta de senderismo, bien señalizada y transitada, requiere de cuatro a cinco horas entre ida y vuelta. El terreno es rocoso, con tramos que demandan piernas firmes y algo de planificación. No hace falta ser atleta, pero sí estar en buena forma física para disfrutar plenamente de las vistas desde ese mirador que cuelga sobre el fiordo. Cuidado con los selfies, aquí son una actividad de riesgo.

En barco a Bergen, la ciudad de los tejados de colores y los secretos húmedos. El mercado del puerto es un orgasmo sensorial: salmón ahumado, mejillones gigantes, bacalao seco, y cangrejo real, la estrella absoluta. Rojo, carnoso, dulce. Una bestia marina servida en bandeja con mantequilla de hierbas y pan recién hecho. Allí mismo bajo unos entoldados, ahora sí, rendimos homenaje al rey. Espectacular. A 200 metros y algo más formal, frente al muelle, se encuentra el Bryggeloftet Restaurant, un local con mucha madera en su interior que rezuma historia, donde recomendamos sin reservas el plato de bacalao noruego en un sabroso guiso de tomate con patatas, cebollas, aceitunas, ajo y un leve toque de chile: un plato que abraza, reconforta y deja claro por qué este pescado es un emblema nacional.



Excursión a Myrdal y Flåm. Cascadas, trenes vintage y un par de bocadillos de cabra curada, una carne intensamente sabrosa que se obtiene del curado lento de carne de cabra salada, de textura firme y sabor profundo, muy apreciada en regiones rurales del oeste noruego. Todo tiene sabor a cuento nórdico escrito con cuchillo.
Cerramos en Oslo. Antes de sumergirnos en su escena gastronómica, hicimos varias paradas imprescindibles: la futurista Ópera de Oslo, con su tejado inclinado que invita a caminar sobre él como si fuera un iceberg urbano; Karl Johans Gate, el corazón vibrante de la ciudad, donde se mezclan cafés, tiendas y músicos callejeros bajo la mirada atenta del Parlamento; y el majestuoso Palacio Real, residencia oficial de la familia real noruega, con sus jardines abiertos al público como una muestra de la elegancia sin excesos de este país. Y cómo no, visita al mercado Mathallen, centro de gastronomía local donde descubrimos un restaurante imprescindible: Smalhans. Cocina de temporada, platos honestos con presentación entre minimalista e informal: fletán con ruibarbo, pescado del día frito con salsa de nabo y mantequilla y crema agria Røros con tomates Hanasand. Muy nórdico todo.


Lo que beben los vikingos modernos
No te puedes ir de Noruega sin probar el aquavit, el aguardiente nacional que lleva siglos templando gargantas en los fiordos. Se elabora destilando patata o grano y se aromatiza con hierbas como el comino, el eneldo y el hinojo. Algunas variedades se envejecen en barricas de roble que han recorrido el océano en barcos, como si el mar le imprimiera carácter. Anisado, potente y complejo, el aquavit no es una bebida de paso: es una declaración de intenciones. Con una graduación alcohólica que suele oscilar entre el 37,5 % y el 42,5 %, no es una copa que se beba a la ligera, sino una que exige respeto y tiempo. Una copa basta para entender por qué los vikingos no temían al frío.
La nueva cocina noruega: menos miedo, más alma
Hoy, Noruega está viviendo una revolución culinaria silenciosa. Jóvenes chefs formados en Francia o Copenhague están volviendo al origen. Pero en vez de replicar, reinventan. Ingredientes como el alga dulce, la trucha salvaje o el alce fermentado están entrando por la puerta grande en restaurantes que combinan alta cocina con el minimalismo escandinavo y el fuego de campamento.
Restaurantes como RE-NAA en Stavanger están marcando el paso. Tres estrellas Michelin y un menú de 20 pases donde cada plato parece un poema esculpido con cuchilla de hielo. No es barato, unos 400€ euros por cabeza. Pero estás en la cúspide de la cocina de un país del norte que presume de serlo.
Viajar a Noruega es como meterse en una novela de Hemingway: austera, intensa, física, emocional y sin cursilería. Su gastronomía no está hecha para gustar a todo el mundo. Está hecha para sobrevivir. Para emocionar. Para recordar.
Hay paisajes que cortan la respiración y platos que raspan el alma. Y si alguna vez te has preguntado cómo sabe el fin del mundo… Noruega tiene la respuesta.
Republica nuestros artículos, en formato impreso o digital, respetando la licencia Creative Commons.
Sabores del mundo en una sola ciudad. Descubre los mejores restaurantes, mercados y pastelerías en esta guía gourmet definitiva para NYC.
Historia, variaciones y dónde probar el mejor ceviche en Perú. Una guía completa para foodies con alma viajera.
Vive la experiencia de Restaurante Ansils: un viaje culinario único en el Valle de Benasque.
Descubre la vibrante gastronomía de Melbourne con nuestra guía completa.
Qué comer en Cracovia: guía de pierogi, zurek, dulces, mercados y restaurantes con encanto en la capital cultural de Polonia.
Recorrer Bélgica con el estómago por guía es una de las formas más placenteras de entender su historia, su gente y su diversidad.
Descubre los sabores de Buenos Aires desde el asado hasta los alfajores de dulce de leche en un recorrido crudo y emocionante. La cultura gastronómica porteña te va a devorar con cada bocado.
Desde tacos hasta mole: explora la riqueza gastronómica de México en un viaje de sabor, historia y cultura.
¿Qué hace diferente al vodka polaco del resto del mundo? Su elaboración con centeno o patata, su altísima pureza y su conexión cultural profunda lo convierten en una bebida con alma.
Historia, elaboración y maridaje perfecto del auténtico Camembert AOP